sábado, 6 de marzo de 2010

Ediciones de La Santísima Trinidad de las cuatro esquinas

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domingo, 21 de febrero de 2010

CIRUGÍA PSÍQUICA DE EXTIRPACIÓN

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Macedonio Fernández


Hasta hace muy poco tiempo Macedonio Fernández (1874–1952) era una leyenda de contornos imprecisos. Ci­tado en más de una ocasión por Borges como maestro verbal, la escasa obra publicada en vida (No todo es vigilia la de los ojos abiertos, 1928; Papeles de Reciénvenido, 1929; y Una novela que comienza, 1941) fomentaba ese fenómeno. La aparición de un par de recopilaciones de difusión masiva en la década del 60, y sobre todo de algunos de sus volúmenes de sus Obras completas han ido permi­tiendo elaborar una imagen más justa y concreta, que lo coloca junto a autores como Roberto Arlt, Juan L. Ortiz o Jorge Luis Borges dentro de un campo fundamental para comprender no sólo la literatura sino también la cultura argentina. Su seudonovela Museo de la novela de la Eterna (1967) transforma en tímidos ensayos formales a muchos de los ejemplos más experimentales del boom latinoameri­cano. En su mayor parte su obra es un mar de corrientes opuestas, de zonas obscuras, de textos que están a medio camino del ensayo, el cuento o la miscelánea, y que brindan una sensación permanente de goce, de humor, de sabiduría y de cortesía por el lector. Es de destacar que sus textos más "terminados" y por lo tanto tal vez menos macedóni­cos, son justamente los que más se acercan a la literatura fantástica. Aparte del que incluimos pueden citarse "El zapallo que se hizo Cosmos", "Tantalia", "Donde Solanos Reyes era un vencido y sufría dos derrotas cada día", "Un paciente en disminución ".

CIRUGÍA PSÍQUICA DE EXTIRPACIÓN


Se ve a un hombre haciendo su vida cotidiana de la ma­ñana en un recinto cerrado. Es el herrero Cósimo Schmitz, aquél a quien en célebre sesión quirúrgica ante inmenso público le fue extirpado el sentimiento de futuridad, deján­dosele prudencialmente, es cierto (como se hace ahora en la extirpación de las amígdalas, luego de reiteradamente obser­vada la nocividad de la extirpación total), un resto de per­ceptividad del futuro para una anticipación de ocho minu­tos. Ocho minutos marcan el alcance máximo de previsibilidad, de su miedo o esperanza de los acontecimientos. Ocho minutos antes de que se desencadene el ciclón percibe el significado de los fenómenos de la atmósfera que lo anuncian, pues aunque posea la percepción externa e inter­na carece del sentido del futuro, es decir de la correlación de los hechos: siente pero no prevé.

Y contémplasele, con agrado, levantarse, lavarse, preparar el mate; luego se distrae con un diario, más tarde se sirve el desayuno, arregla una cortina, endereza una llave, escucha un momento la radio, lee unos apuntes en un libreta, altera ciertas disposiciones dentro de su habitación, escribe algo, alimenta a un pájaro, quédase un momento aparentemente adormilado en un sillón; luego arregla su cama y la tiende; llega el mediodía, ha terminado su mañana.

Sacuden fuertemente su puerta, la abren con ruido de fuertes llaves, y aparecénsele tres carceleros o guardias y que se apoderan violentamente de él, pero sin resistencia1. (Com­prenderéis que la mañana cotidiana que estaba pasando transcurre en un calabozo.) Se queda muy asombrado y si­gue donde ellos lo llevan; pero al punto de entrar en un gran salón se presenta en su espíritu la representación detallada de una sala con jueces, un sacerdote, un médico y parientes, y a un costado la gran máquina de electrocución. En ese lapso de los ocho minutos de futuro previsible, recuerda y prevé que se le había notificado la sentencia de muerte el día antes y que aquella máquina lo esperaba para ajusti­ciarlo.

Recuerda también que un tiempo antes, cierta tarde recurrió a un famoso profesor de psicología para que le extirpara el recuerdo de ciertos actos y más que todo el pensamiento de las consecuencias previsibles de esos actos; había asesinado a su familia y quería olvidar el posible castigo. ¿Qué ganaría con huir, si el temor lo turba­ba incesantemente? Y el famoso especialista no había logrado producir el olvido, pero sí reducir el futuro a un casi presente. Y Cósimo andaba por el mundo sin sentido de la esperanza, pero también sin sentido del temor.

El futuro no vive, no existe para Cósimo Schmitz, el herrero, no le da alegría ni temor. El pasado, ausente el futuro, también palidece, porque la memoria apenas sirve; pero qué intenso, total, eterno el presente, no dis­traído en visiones ni imágenes de lo que ha de venir, ni en el pensamiento de que en seguida todo habrá pasado.

Vivacidad, colorido, fuerza, delicia, exaltación de cada segundo de un presente en que está excluida toda mezcla así de recuerdos como de previsión; presente deslumbrador cuyos minutos valen por horas. En verdad no hay humano, salvo en los primeros meses de la infancia, que tenga no­ción remota de lo que es un presente sin memoria ni previ­sión; ni el amor ni la pasión, ni el viaje, ni la maravilla asumen la intensidad del tropel sensual de la infinita simul­taneidad de estados del privilegiado del presente, prototípica, sin recuerdos ni presentimientos, sin sus inhibiciones o exhortaciones. Esta compensación es lo que alegaba, en explicaciones que nos dio, el famoso profesor; para superar a las desventajas que resultaban de su operación. Es así que Cósimo vivía en el embelesamiento constante, total y continuo, y se compadecía del apagado vivir y gustar lo actual de las gentes.

Conmueve verlo en el embebecimiento de cada matiz del día o la luna, en el deslumbre de cada instante del deseo, de la contemplación. Es el adorador, el amante del mundo. Tan todo es su instante que nada se altera, todo es eterno, y la cosa más incolora es infinita en sugestión y profundidad.

Todo tenso y a la vez transparente, porque mira cada árbol y cada sombra con todas las luces de su alma; sin cuidados, sin distracción. La palabra se retrasa; rige la inefabilidad de lo que se agolpa y renueva irretenible.

1 Lo que hace los cuentos son las y. Los cuentos simples de apre­tado narrar eran buenos. Pero arruinó el género la invención de que había un "saber contar". Se decidió que quien sabía contar era un tal Maupassant. Y desapareció el perfecto cuento de antes; y el invo­cado Maupassant contaba como antes, ¡bien!

A mí, que lo cuento, me enternece contemplar el dulce y menudo vivir la mañana del pobre Cósimo Schmitz, un automatista de la dicha sorbo a sorbo, un cenestésico.

Sien­to que las cosas haya sucedido así; como psicólogo psico­lógico, no psicofisiológico, concibo perfectamente obtener el mismo resultado, sea de desmemoria, sea de desprevisión, sin necesidad de la aparatosa, biológicamente cara, extirpa­ción quirúrgica, que, como toda intervención química, clí­nica, dietética o climática en los gustos y espontaneidades con que nacemos, es una universal ruinosa ilusión. Para no prever, hasta desmemoriarse, y para desmemoriarse del todo basta suspender todo pensamiento sobre lo pasado.

Así, pues, querido lector, si este cuento no te gusta, ya sabes cómo olvidarlo. ¿Quizá no lo sabías y sin saberlo no hubieras podido olvidarlo nunca?

Ya ves que éste es un cuento con mucho lector, pero también con mucho autor, pues que os facilita olvidar sus invenciones.

Extinguida pues su disponibilidad conciencial de previ­sión para ocho minutos, percibe la actualidad de que están atándolo a la máquina, pero no prevé el minuto siguiente en que será fulminado. El ritmo conciencial de las actitudes de previdencia es turnante o cíclico, no es continuo (apar­te de que por el abandono deliberado del ejercicio de prever cada vez vive más en presente total, cada vez existe menos el instante que viene), y fuera de que tampoco es continuo en una conciencia que no ha sufrido la técnica de ablación conciencial hoy ya tan en uso y con tanto éxito del doctor Desfuturante. (Seudónimo del bien conocido médico Extirpio Temporalis; en que también se oculta, pues su verda­dero nombre es Excisio Aporvenius, que tampoco es defi­nitivo porque el verdaderamente verdadero de sus nombres es el de Pedro Gutiérrez. Denuncio, por lo demás, y a pesar de lo encantador de la acción de este cirujano, que se apro­pia de todos los porvenires que extirpe, con lo que ocurrirá que ningún contemporáneo tendrá el gusto de asistir a sus funerales.)2

Informo de paso –dato útil para el lector– que el Doctor Desfuturante tiene una esperanza de perfeccionar la operatividad psicoextirpativa del gran capítulo de la nueva Cirugía Conciencial, extendiéndola a la extirpación de pa­sado. Cuando esto se cumpla y lo aprovechen todos los que quisieren no haber vivido jamás ciertos hechos, quizá un buen cuento –ojalá éste lo fuera, ojalá lo eligierais–sería suficiente recreo para olvidarlo todo a lo largo de la vida. El lector desfuturado y también desanteriorizado viviría así a cada momento en el volver a leer mi cuento, me sería deu­dor del privilegio dignificante de ser persona de vivir de un solo cuento.

Dejo la pluma al lector para que escriba para sí lo que yo no sabré describir: la locura, el espanto, el desmayo, el estrujarse por el desasimiento mientras es arrastrado, el ho­rror de ser sentado en aquella silla y maniatado; y en ese rostro, en su semblante, la aparición de una aurora de felici­dad, de paz, por haberse agotado los ocho minutos de per­cepción de futuridad: dos minutos antes de expirar ajusti­ciado cesa su representación.

2 ¿Es artístico aprovechar este momento, como todo el que se pres­te, para insertar cuanta comparación o analogía acuda a la mente, por ejemplo que el doctor hacía en este caso lo que el sastre con el cliente que se va con la ropa nueva puesta y tira la vieja? Porque pa­ra la literatura de todos los tiempos la comparación tiene un uso tan frecuente que se podría decir, en lugar de "está escribiendo": "está comparando".

(Como el terror vive de lo que va a suceder, agotado el turno de ocho minutos de previ­sión, se queda sonriente, tranquilo, sentado en la silla eléc­trica, y en ese estado es fulminado. Porque como acaso no lo hemos dicho y lo requiere urgentemente la composición inventiva de esta narrativa, la impulsión previdente de ocho minutos era seguida de una pausa de otros tantos minutos de absoluto reino del presente; es así que la víctima de la máquina de electrocución, y nuestra víctima también, pere­ció con la más plácida de las sonrisas.)

¿Será el lector el Poe que yo no alcanzo a ser en este trance espantador, seguido de beatitud? (¿Y es artístico describir con palabras y gesticulaciones en textos literarios?)

Está muerto ahora sin haber experimentado el tormento agónico, sin ninguna pena, sin ningún esfuerzo de evasión, como si fuera a comenzar una mañana cotidiana de su eter­nidad de presente.

Yace Cósimo Schmitz muerto, y quince días después el Tribunal hace la declaración rehabilitante siguiente:

"Un conjunto de fatalidades sutilísimas que ha obnubi­lado la mente de este tribunal lo ha incurso en un fatal error sumamente lacerante. El infeliz Cósimo Schmitz era un es­píritu inquietísimo y afanoso de probar toda novedad me­cánica, química, terapéutica, psicológica que se da en el mundo; y así fue que un día se hizo tratar, hace quince años, por el aventurero y un tiempo celebrado sabio Jonatan Demetrius, que sin embargo de su cinismo efectivamen­te había hecho un gran descubrimiento en histología y fi­siología cerebral y lograba realmente por una operación de su creación, cambiar el pasado de las personas que estuvie­ran desconformes con el propio.3

"A su consultorio cayó el ávido de novedades Cósimo Schmitz, infeliz; protestó de su pasado vacío y rogó a Demetrius que le diera un pasado dé filibustero de lo más au­daz y siniestro, pues durante cuarenta años se había levanta­do todos los días a la misma hora en la misma casa, hecho todos los días lo mismo y acostádose todas las noches a igual hora, por lo que estaba enfermo de monotonía total del pasado.

3 Con perdón del Tribunal aporto esta pregunta de colaboración científica: ¿trasplantándoles tejidos corticales de individuos ale­gres? Tal técnica sería muy eficaz, pero por ciertos rasgos se ha prohibido destapar simultáneamente cierto número de cráneos, pues en la precipitada adjudicación de nuevas conciencias podría haber equivocaciones –como ha ocurrido– y que a quien no qui­siera tener futuro le trasplantaran uno de un siglo.

En fin, podría citar a Ramón y Cajal, pero con Ramón y Cajal no basta; hay muchos otros autores y cansaría mucho al lector, aparte de que no me gusta mucho que en unas pocas páginas el lector termine sabiendo más que yo.

El respetable Tribunal me observa que mal puedo controvertir el orden o idoneidad de sus considerandos, cuando yo presento la más enrevesada serie narrativa y digo lo primero al último y lo últi­mo al principio. Admito; ¿pero no se advierte que la técnica de na­rrar a tiempo contrario, cambiando el orden de las piezas de tiempo que configuran mi relato, despertará en el lector una lúcida confu­sión, diremos, que lo sensibilizará extraordinariamente para simpa­tizar y sentir en el enrevesado tramo de existencia de Cósimo? Se­ría un fracaso que el lector leyera claramente cuando mi intento artístico va a que el lector se contagie de un estado de confusión.

"Desde allí salió operado con la conciencia añadida, in­tercalada a sus vaguedades de recuerdo, de haber sido el asesino de toda su familia, lo que lo divirtió mucho duran­te algunos años pero después se le tornó atormentador. Cumple al tribunal en este punto manifestar que la familia de Cósimo Schmitz existe, sana, íntegra, pero que huyó co­lectivamente atemorizada por ciertas señas de vesania en Schmitz, ocurriendo esto en una lejana llanura de Alaska; de allí provino a este tribunal la información de un asesi­nato múltiple que no existió jamás.

"Confiesa, pues, el Tribunal, que si Cósimo Schmitz fue un total equivocado en sus aventuras quirúrgicas, más lo ha sido el tribunal en la investigación y sentencia del terrible e inexistente delito que él confesaba."

Pobre Cósimo Schmitz, pobre el Tribunal de Alta Caledonia.

Vivir en recuerdo lo que no se vivió nunca en emoción ni en visión; tener un pasado que no fue un presente4. Oh! aquel día, entre pavor y delicia con qué pulso apretó el ar­ma. ¡Toda su familia!

Hasta los cuarenta años, un pasado, ahora otro, la memoria de otro ser bajo las mismas formas del cuerpo. Quizá más tarde, tampoco este presente habrá sido nunca suyo.

Tendrá, con un nuevo toque en su mente ya dócil, otra fragilidad de haber sido; un héroe, un quími­co; moverá los brazos de cuando exploraba el Sudán o Samoa.

Jonatan Demetrius, enamorado de toda felicidad, plás­tico de las dichas, de dar recuerdos amorosos a los que fueron presentes de lágrima, con suave ciencia y dulce ter­nura se ingeniaba en la adivinación de cada alma.

–¿Qué es lo que usted desea? –Y leíale a Cósimo las páginas más terribles del filibustero Drake, de Morgan, o del amante de la Recamier.

–Yo preferiría haber sido...

–Lo será.

Pobre Cósimo Schmitz; ¿no habrá una tercera cirugía, después de dos tan siniestras, que lo resucite? Ah, no –ex­clama la Terapéutica– nuestro oficio es de infalibilidad, no nos incumbe disimular las fallas de los tribunales de justicia.

Como no se ha encontrado hasta ahora en las más pa­cientes investigaciones que hubiera algún remedio que con toda seguridad fuera más benéfico que destructor, es el ca­so de moralizar en este momento de este cuento acerca de la inevitable debilidad de las ingeniosidades humanas con el ejemplo de los deslum-

4 Estamos bastante descorteses en este retomar la pluma des­pués de habérsela pasado al lector. El mundo no tiene al lector de un solo cuento; inmensa dignidad; pero tampoco al mágico autor de un cuento de solo de él vivir. Yo lejos de soñarme, y menos con la mues­tra de éste, investido de la dignidad máxima de autor de aquel cuen­to único, he aspirado modestamente sí a vivir de un solo cuento; quizá no lo he logrado. Desprendido ahora ante el lector de toda vanidad en este encantador aspecto, admito que por momento he creí­do advertir en este escrito mío algo muy parecido a cuento dejado de contar. Pero me decide a publicarlo, no obstante, su alto valor científico. Además, no confunda, lector, cuento dejado de contar con lo que resulta de un no seguido contar.

Tristes tú y yo, Lector; si tuviste de mí el cuento de vivir solo de él ni tuve yo la Fortuna Única de vivir de solo uno de otro.

bradores procedimientos del gran científico Doctor Desnaturante, en cuya aplicación, como se ve, la conveniencia de eximirnos de todo género de temo­res vagos remotos y agitantes esperanzas remotas, tiene el inconveniente de la turnación de pausa tras esos ocho minu­tos de previdencia, ante los cuales, suspensa toda previsibilidad, el paciente tratado no prevé ni siquiera que el tren que viene a diez metros de él por la vía en que camina lo matará en tres segundos.5

Al lector le toca, ahora que yo he cumplido con todo, cumplir con su deber; debe hacer como que cree.6

5 Porque hay apendicectomías que propenden a graves acciden­tes, la extirpación de las amígdalas predispone a la poliomielitis, los auges de las dosis masivas, la insulina, el iodo, engruesan las cifras de la mortalidad, y de toda la intervención quirúrgica queda pendiente por obra de los analgésicos que desoxigenan la sangre numerosas muertes repentinas por embolias. Las estadísticas inglesas demues­tran que ocurren allí más muertes por la vacunación que por la vi­ruela; tenemos también la bancarrota del suero Behring y quizá la del suero antirrábico. Parece, lector, que a compás de la lectura nos estamos instruyen­do bastante. Pero a usted al agradecerlo se reservará pensar que la instrucción es buena, pero la digresión es mala, lamentable defectillo de tan nutrida información. Yo no veo por qué una digresión, aun en un cuento y aun científica, está mal después de los nove­lones habituales, en que se llenan capítulos con historia literaria, crítica pictórica, análisis de sinfonías, salvaciones sociológicas. (To­do esto, entre descripciones de mobiliarios y la Naturaleza más próxima.) Más difícil es entender que un opositor a digresiones con­verse animadamente, mientras come, con amigos en la familia, o no pase un instante ni haga cosa alguna durante el día o la noche que no la haga acompañar con el conventillo fonético de la radio. Yo he dado aquí un cuento total, la juventud y muerte de un hombre. ¡Y qué juventud y qué muerte! Lo demás puede el fector considerarlo como la radio, algo intersticial a su lectura de cuento. El cuento y la radio va todo en el texto y os libráis de los avisos. Así como en las óperas –que es lo interminable por naturaleza– hay lo más interminable de ellas que es su final y que funciona como el aplauso que la ópera se prodiga a sí misma, de modo que el aplau­so del público parece un servilismo al éxito ya aplaudido –aunque la comparación es de muy poca analogía–, yo lo que quiero es seguri­dad, acertar con algo (pues lo que menos poseo es la seguridad de autor de ópera), sea con el cuento, sea con las digresiones. Yo no me aplaudo, pero desarmo las toses del tedio. He prolongado esta digresión para disimular que estaba tratando de encontrar dónde habíamos dejado el cuento. Reanudando, es de anotar que el pobre Cósimo, que había escapado a todos los de­satinos y percances que acabo de enunciar, vino a caer al abrasa­miento eléctrico sin que podamos tener el gusto de quejarnos en ab­soluto de la terapéutica, sino totalmente de la culpa suya. Insisto en mi consejo: no aceptes lector sino los tratamientos que dejan sanar; y no salgas a provocar a la Cirugía, que no se hará rogar; guárdate una memoria y un apéndice que te acompañen durante es­tés en esta vida.

6 Ya dije que lo único que no me he propuesto es el "saber con­tar"; el "bien contar" que se descubrió en tiempos de Maupassant, después de quien ya nadie narró bien, es una farsa a la cual el lector hace la "farsa de creer". Fatuo academismo es creer en el Cuento; fuera de los niños nadie cree. El tema o problema sí interesa. No hay éxito para la tentativa ilusoria y subalterna del hacer creer, para lo cual se pretende que hay un saber contar. Mi sistema de interponer notas al pie de página, de digresiones y paréntesis, es una aplicación concienzuda de la teoría que tengo de que el cuento (como la música) escuchado con desatención se graba más. Y yo hago como he visto hacer en familias burguesas cuando alguna persona se sienta al piano y dice a los concurrentes, por una norma social repetidamente observada, que si no prosiguen conver­sando mientras toca suspenderá la ejecución. En suma: hace una cor­tesía a que ella misma invita. Hago lo mismo con estas digresiones, desviaciones, notas marginales, paréntesis a los paréntesis y alguna incoherencia quizá, pero la continuidad de la narrativa la salvo con el uso sistemático de frecuentes y, y confieso que lo único que me sería penoso que no me aplaudan es este sistema que propongo y cumplo acá. Es imposible tomar en serio un cuento, me parece in­fantil el género, pero no por eso resulta que éste sea burla de cuento, porque mi sistema digresivo ya lo dejo defendido y la continuidad y apretado narrar me preocupo hacerlos lucir mediante las y. Las y y los ya hacen narrativa a cualquier sucesión de palabras, todo lo hilvanan y "precipitan". Entre tanto, sin decirlo, me estoy declarando escritor para el lector salteado, pues mientras otros es­critores tienen verdadero afán por ser leídos atentamente, yo en cambio escribo desatentamente, no por desinterés, sino porque ex­ploto la idiosincrasia que creo haber descubierto en la psique de oyente o leyente, que tiene el efecto de grabar más las melodías o los caracteres o sucesos, con tal que unas y otros sean intensos, difi­cultando al oidor o lector la audición o lectura seguidas.





sábado, 20 de febrero de 2010

Alumbramiento Cósmico: Jörg Weigand


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Alumbramiento Cósmico

Jörg Weigand

Jörg Weigand, nacido el 12 de diciembre de 1940 en Kelheim del Danubio. Estudió lenguas del Leja­no Oriente y Ciencias Políticas en Erlangen, París y Würzburg. En 1969 se doctoró en filosofía con una tesis sobre un texto de la antigua China. Desde 1971 trabaja como periodista, principalmente para tele­visión, a la vez que colabora en diarios y revistas con relatos literarios y folletinescos. Heyne-Verlag, de Munich, publicará una antología de obras de ciencia-ficción francesas preparada por él. La narración Kösmische Geburt («Alumbramiento cósmico») fue publicado por primera vez en 1967.


El ser estaba inquieto. El acostumbrado ciclo se había interrumpido. Una nueva vida debía desper­tar. Una vida sin cuerpo. Vida energética. Sólo dos veces, durante la existencia del energetón, era posi­ble el proceso del nacimiento. Condición indispensa­ble para ello era que hubiera suficiente energía, tan­to en forma de calor como de radiación.

Ya el tiempo de preparación para el extraordina­rio acontecimiento requería una fuerza incremen­tada a lo largo de siglos, aunque eso, para el ener­getón, fuera únicamente un período breve, sin im­portancia. Para conseguir la cantidad de energía ne­cesaria, el ser se veía forzado a extraer más poten­cia del doble astro, del mismo modo que, sistemá­ticamente, le había sacado «alimento» a través de los milenios.

Cuando el doble sol se oscureció por tercera vez en este período, el planeta sufrió algo semejante a un estremecimiento. Ni siquiera los más ancianos habitantes del planeta Vanda, del sistema binario de Berthes, recordaban un fenómeno parecido.

Tales eclipses aparecían generalmente una vez durante cada período e iban acompañados de tre­mendas tormentas y tempestades de arena, que todo lo arrasaban. Si un ser viviente no lograba refugiar­se a tiempo en lugar seguro cuando sobrevenía el temporal, su muerte era segura.

La desaparición de la humedad del aire, que coin­cidía con impresionantes descargas eléctricas en la atmósfera, no daba posibilidad de supervivencia al hombre indefenso.

Sobre todo al principio, durante el primer pe­ríodo de colonización, los inmigrantes habían su­frido espantosas pérdidas. En la primera tormenta sucumbió una tercera parte de los desprevenidos pobladores.

Desde entonces, al cabo de casi dos siglos de la colonización de Vanda, sus habitantes estaban ya preparados para enfrentarse con tales fenómenos. Sólidas casas de roca ofrecían enérgica resistencia a las tempestades, y altos mástiles de acero, colo­cados en el centro de la doble población, desviaban hacia el suelo la peligrosa electricidad de la atmós­fera. Grandes depósitos de agua proporcionaban a los edificios la seguridad que el aire conservaría el grado de humedad necesario.

En el transcurso de las tres últimas generacio­nes se había producido dos veces la repetición del eclipse del doble astro dentro de un mismo período. Apenas repuesto el planeta de las consecuencias del pri­mer oscurecimiento, se había visto azotado de nuevo por las tormentas anunciadoras del segundo. Las devastaciones fueron terribles, y también hubo que lamentar desgracias personales.

El nuevo energetón iniciaba su existencia. Ansio­so absorbía ya las energías, para que el nacimiento fuera más fácil. En ese instante debía separarse de su madre en una difícil y agotadora operación.

En consecuencia, el energetón madre recurrió por tercera vez en un solo período al doble sol, con objeto de tener preparado suficiente alimento para el descendiente.

Cuando en el horizonte comenzaron a dibujarse las primeras señales, Pierre se hallaba trabajando en los campos de mengo. Este sustituto de la pa­tata terrestre era uno de los principales productos alimenticios del planeta. Pierre hundió con brío su pala en el fangoso suelo, sin observar que Lyra co­rría a su encuentro.

Desde lejos ella gritó sin alientos.

—¡Date prisa, Pierre! Tenemos que avisar a los demás y ayudarles...

—¿Cómo? ¿Y por qué?

—¡Vuelven a empezar las descargas azules!

—Pero eso significaría que...

—¡... Sí, que viene un tercer eclipse! —la mucha­cha terminó la frase.

—¡Corramos al pueblo, y hagamos lo que poda­mos!

Los dos jóvenes se tomaron de la mano y salieron a escape hacia la cercana aldea. Allí reinaba una ac­tividad angustiosa. La gente actuaba presa del pá­nico.

Había que acondicionar al ganado, preparar las provisiones y llenar los depósitos de agua hasta los bordes.

Cuando Lyra llegó a la granja de sus padres, se­guida del jadeante Pierre, chocó contra los brazos de su madre. Aquella mujer, normalmente tan sere­na y enérgica, estaba a punto de perder el control de sus nervios. La tormenta que se aproximaba iba a frustrar todas las esperanzas de una buena cose­cha.

Lyra intentó consolarla.

—¡Ánimo, madre, que el mundo no se hundirá por eso! Con las provisiones que tenemos, de sobra resistiremos también el año próximo, aunque la tem­pestad arrasara todos los campos.

—Sí, pero...

La pobre mujer rompió en sollozos y tardó en poder agregar:

—Busquen a George... Seguro que está otra vez con sus aparatos, en vez de ayudarnos...

Al oír que llamaban a la puerta, George movió la cabeza malhumorado. ¡Precisamente ahora tenía que venir alguien a molestarle! ¿Es que no podían de­jarle en paz? ¿No se habían reído todavía bastante de él y de su afición? Le llamaban el «escucha-estrellas», sólo porque se había construido un pequeño radiotelescopio —conectado a un aparato emisor y receptor— con el cual se dedicaba a buscar desco­nocidas fuentes de radio en el ámbito de la gala­xia.

Claro que, hasta el momento, no había consegui­do grandes éxitos. Pero él no era hombre que ca­pitulara tan pronto ante un problema. ¡Que la gente se burlara de él cuanto quisiera! ¿Qué le importaba, al fin y al cabo, la falta de comprensión de los de­más?

George se concentró nuevamente en su aparato. Hoy parecía tener suerte. Llevaba un rato percibien­do un extraño gemido entrecortado que, de vez en cuando, se veía dominado por un sonido sordo y constante. El joven no se explicaba tal fenómeno.

En aquel instante trataba de ajustar exactamente la fuente con ayuda de la antena del tejado. Lo ha­bía intentado ya varias veces, pero la radiación se le escapaba una y otra vez. Por consiguiente, se mo­lestó mucho cuando la llamada a la puerta se repi­tió.

—¡Adelante, maldición!

La cabeza ensortijada de Lyra asomó por el res­quicio de la puerta. La muchacha hizo una mueca.

—¡Aquí está nuestro sabio incomprendido! —ex­clamó—. ¿Qué, ya estás escuchando la inmortal mú­sica de las esferas celestiales?

—¡Déjame tranquilo! ¿Qué quieres ahora? No ten­go tiempo...

—Calma, George —intervino Pierre, apartando a Lyra al mismo tiempo que se acercaba al receptor—. Oye, ¿qué significa ese piar en el aparato?

—¡Eso no tiene importancia ahora! —protestó Lyra—. George, debes saber que nos espera un ter­cer eclipse. Tienes que ayudarnos a prepararlo todo.

—¡Imposible! Sería la primera vez que eso ocu­rre.

—Pues llegó esa primera vez —señaló Pierre con cierto aire de condescendencia—. Pero no me dijiste aún qué son esos ruidos tan raros que hace tu recep­tor.

Inmediatamente, los dos jóvenes se enfrascaron en una viva discusión. Tras repetidos intentos de interrumpir su conversación, Lyra comprendió que nada conseguiría, por lo que abandonó la estancia sin hacer ruido y se reunió con su madre para aca­bar con ésta los preparativos.

Pronto llegó el momento. El nuevo ser comenzó a moverse. Como una esponja iba chupando las ener­gías extraídas del doble sol. El energetón madre se veía obligado a proporcionarle cantidades cada vez mayores.

Poco a poco se inició la separación del cuerpo original. El ser materno cayó en unas ligeras con­vulsiones para facilitar el proceso. De una densidad electromagnética increíblemente escasa por natura­leza, estas convulsiones produjeron una retracción. El energetón se espesó. Si antes era invisible a causa de la delicada distribución —incluso había sido inútil la radiación procedente del doble sol—, la nueva conglomeración produjo una suave lumino­sidad azul y fosforescente.

En su acalorada discusión, los dos muchachos no se dieron cuenta, de momento, que la fuente de radio había vuelto a desaparecer. Fue la súbita fal­ta de señales lo que les hizo reaccionar.

—No lo entiendo en absoluto —dijo George con el ceño fruncido—. No puede existir una fuente que varíe de lugar con tanta rapidez.

—Quizá se trate de una nave espacial.

—No, Pierre. Eso no es posible, pero...

Pensativo, George tomó las anotaciones que te­nía sobre su mesa de trabajo y, después de reflexio­nar con esfuerzo durante un par de minutos, corrió a la ventana.

—¡Perthes! —gritó—. ¡Esa tiene que ser la solución! Sal conmigo. Creo que lo descubrí.

Lleno de curiosidad, Pierre siguió a su amigo al exterior. Una vez fuera, George contempló caviloso el doble sol. Una súbita ráfaga de viento había des­garrado el velo de polvo, de modo que los dos as­tros quedaban perfectamente visibles.

Pierre apoyó una mano en el hombro del compa­ñero.

—No creerás que... —comenzó a decir.

—Pues es la única posibilidad. Y dime, Pierre: ¿no observas nada especial?

Pero Pierre no descubrió nada raro, por mucho que se esforzara, y sacudió la cabeza.

—¡Mira bien los dos soles!

Fue entonces cuando Pierre notó que el doble as­tro aparecía rodeado de un halo de un azul fosfo­rescente, fenómeno que no acertaba a explicarse. Nunca había visto nada semejante.

Por eso prestó escasa atención a lo que al res­pecto decía el amigo hasta que, de pronto, una de sus frases le arrancó de su estupor.

—¡No irás a afirmar que se trata de un ser vi­viente! ¿Ese resplandor azulado...? ¡Pero eso es ab­surdo!

—¿Ves como nunca escuchas? Acabo de expo­nerte por qué ese gemido o ese modo de piar, como prefieras llamarlo, tiene que ser la expresión de una forma u otra de vida. A mí me recuerda algo así como..., como los ladridos de un perro...

Por fin le comprendió Pierre.

—¡Los de una perra, querrás decir!

Ahora fue George el asombrado.

—¿Cómo...? ¿Qué...?

—Supongamos que una perra va a tener cacho­rros. ¿Qué hace entonces?

—Pues..., muchas cosas. Gemir quedamente, por ejemplo —respondió George.

—¿Te das cuenta? En consecuencia, si tu teoría es cierta, pudiera tratarse aquí de un alumbramien­to. Y para tal operación hace falta una cosa: ¡ener­gía! La energía que pueden suministrar en cantidad suficiente nuestros dos soles...

—Son gemidos, en efecto —comprobó George muy pensativo—. Y en ese caso..., ¡lo tengo, lo ten­go...! —gritó el muchacho, volviendo a la casa a todo correr.

Impulsado por el deseo de terminar cuanto antes el proceso de separación, el energetón madre recu­rría cada vez con mayor frecuencia al abastecedor de energía. Era una feliz casualidad que la podero­sa fuente se hallara tan cerca. Por regla general, el parto se producía mucho más despacio y solía aca­bar en un total agotamiento del cuerpo materno.

Las convulsiones adquirieron mayor intensidad y el calor azul se puso más denso. Pronto tendría efecto el nacimiento.

Pierre había seguido lentamente a George a la casa. El primero estaba manejando ya el ajuste de frecuencia del aparato, pero no el de recepción, sino el de emisión.

—¿Qué significa eso? ¿Acaso vas a emitir?

—Sí, claro.

—No lo entiendo.

—Fuiste tú, precisamente, quien me dio la idea. ¿Qué hace un perro pequeño cuando tiene miedo y se siente amenazado?

—Gimotea y aúlla.

—¿Cómo?

—Pues..., con voz aguda. Yo... Ahora ya sé lo que quieres hacer, pero..., ¿crees que tendremos éxito?

—Hay que intentarlo. Cuando el cachorro llora, la madre procura ayudarle. Aquí no se trata de ver­daderos aullidos, sino de algo que se manifiesta co­mo señales de radio. Si ahora, yo emito en ultraso­nido, y lo hago de manera entrecortada, entonces...

—...Entonces pudiera suceder que ese algo de allí arriba lo tomara por una expresión de angus­tia y comprendiese, quizá, que la excesiva extracción de energía de nuestros soles amenaza otras vidas.

—Exactamente.

Y George empezó a emitir.

La población de Vanda estaba al borde de la de­sesperación. Ráfagas cada vez más furiosas reven­taban el suelo de los campos de cultivo, y las cui­dadas plantaciones de frutales existían ya sólo en el recuerdo de los que fueran sus propietarios.

Las descargas eléctricas alcanzaron un nuevo punto culminante. Tremendos rayos hicieron tamba­learse los mástiles de acero, que se veían envueltos en un loco fuego de San Telmo. La gente permanecía apretujada en sus viviendas, en espera de lo peor.

De repente, la oscura capa que cubría el cielo se abrió. La tempestad de arena iba cediendo. Tampoco se repitieron las descargas eléctricas.

¿Un milagro? El doble astro brillaba con su anti­gua fuerza. Los habitantes de Vanda se lanzaron al exterior con un inmenso alivio.

¿Un milagro?

Aunque todo el mundo creyera en un hecho mara­villoso, George y Pierre estaban convencidos de lo contrario. Para ellos no existía duda que habían sido testigos de un entendimiento entre el hombre y la vida cósmica.

Claro que George hubiera dado cualquier cosa por saber qué había entendido aquel ser de su men­saje, y qué había sido de su cuerpo...


viernes, 19 de febrero de 2010

LA LUCHA DE LA FAMILIA GONZÁLEZ POR UN MUNDO MEJOR


Angélica Gorodischer

Aunque en sus primeros libros Cuentos con soldados, Las pelucas, Angélica Gorodischer mezclaba tímidos inten­tos fantásticos con sólidos relatos realistas, su obra ha ido inclinándose cada vez más hacia un barroco mundo fantás­tico personal, cargado de imágenes y de originales ideas. Entre los primeros intentos dentro del género puede men­cionarse su novela Opus dos (1967). La primera culmina­ción, el descubrimiento definitivo de su propia voz, está condensada en Bajo las jubeas en flor (1973), que incluye seis relatos largos tenuemente entrelazados por la existen­cia de un volumen en el que estaría contenido el universo; "Ordenamiento De Lo Que Es Y Canon De Las Aparien­cias". Su último libro, Trafalgar (1979), al que pertenece el cuento que incluímos, gana en poder de comunicación y limpidez argumental lo que pierde en barroquismo visual. Está constituido por varios relatos protagonizados (o narra­dos) por Trafalgar Medrano, un locuaz viajante de comercio rosarino, que recorre planetas en vez de provincias, en un magistral aprovechamiento de las ventajas de la "serie" con personaje único.

LA LUCHA DE LA FAMILIA GONZÁLEZ

POR UN MUNDO MEJOR


–Ganancias excesivas, eso diría yo. Y en todo sentido, porque Edessbuss es un mundo amable donde todos encuentran motivo de risas y diversión en todo. Casi casi le entran ganas a uno de quedarse a vivir ahí, pero si uno conserva un poco de sensatez, cosa que no es fácil después de una semana de juerga, se da cuenta que divertirse dos semanas o un año o tres meses está muy bien, pero que divertirse toda la vida, para el que no nació ahí debe ser tan aburrido como laburar treinta años de oficinista en Ortauconquist o en la Tierra. Sí, disfraces, un cargamento de disfraces, caretas, antifaces, papel picado, serpentinas y globos, qué cosa. He vendido y comprado muchas cosas disparatadas en todos estos años, pero hasta entonces no había andado por ahí con cajones de máscaras y de lanzaperfumes. Yo ya conocía Edessbuss porque les compro la arcilla que ven­do en Dosirdoo IX donde fabrican las porcelanas, las lozas y las cerámicas más finas de todo aquel sector, pero nunca me había quedado más de un día o dos, lo suficiente para la compra y la carga. Gente simpatiquísima, siempre de buen humor, fáciles para hacer amistad. Tengo un par de excelentes amigos allí, El Dueño de los Vientos Fríos y El Domador Más Recio de la Pálida Estrella Pálida. Sin contar a La Duquesa de Bizcocho ni a La Chica Esplendorosa, que son dos tipas formidables. No, no, se llaman así, no son tí­tulos ni sobrenombres. A los doce años cada uno elige su nombre definitivo y como tienen sentido del humor e ima­ginación y todo está permitido, los resultados son estupen­dos. Y eso no es todo. Conocí al Gigante Azul y Glauco, al Endemoniado por las Mujeres, al Ángel Arcángel Ultrángel, a La Salvaje Capitana de las Nubes de Tormenta, al In­ventor de un Color Nuevo Cada Día, a la Emperatriz Obe­sísima, en fin, usted no lo creería. Claro, lo que pasó esta vez fue que hubo un inconveniente en Control de Vuelos en el puerto y me pidieron que suspendiera la partida, si podía, mientras ellos planificaban no sé qué de entradas, salidas y permanencias. Me quedé, por supuesto. Una se­mana de juerga, como le digo. Ahí me enteré que la cosa no había sido siempre tan fácil. Edessbuss fue un mundo inhós­pito, casi muerto. En serio: es el único que gira alrededor de Edess–Pálida, una estrella asesina. Desprende tanta ener­gía que quemaba plantas, animales, ríos y gente. Durante generaciones y generaciones, cientos, miles de años, los edessbussianos vivieron en tugurios semisubterráneos, pe­leando contra el calor, las sequías, las pestes, las inunda­ciones, el hambre, hasta que finalmente, con el ingenio agu­zado al máximo por tanta desgracia, inventaron el Techo. No, le dicen el Techo pero es una pantalla, una cubierta antienergía que rodea todo el mundo. Cuál es el principio teórico y cómo lo colocaron, eso no sé. Todos los que va­mos a Edessbuss y somos muchos, la mayoría a divertirse y algunos como yo a hacer negocios, la atravesamos sin in­convenientes, ni nos damos cuenta. La energía de Edess–Pálida no pasa, es decir pasa hasta cierto punto: lo necesa­rio para convertir a Edessbuss en un jardín lleno de lagos y de flores y de pájaros. Y entonces, como no podía ser me­nos, entonces desde hace quinientos años los edessbussia­nos se toman la revancha por todo lo que tuvieron que pa­sar los que vivieron antes del Techo. Todo el mundo se ríe, canta, baila, hace el amor, juega inventa diversiones y bro­mas. Y yo fui la víctima de una de esas bromas. Pero no les guardo rencor. Una porque no se puede, son demasiado buenos tipos. Y dos porque el resultado fue más que inte­resante. Si yo fuera un sentimental, y a lo mejor lo soy, di­ría que fue conmovedor. Sí, a eso voy. Como le decía, me quedé una semana, en un bungalow de un hotel a orillas del lago del Rebote Próspero en donde había que resignarse a dormir salteado porque todas las noches estaban de fiesta. Claro que no hay un lugar en Edessbuss en donde no estén de fiesta todas las noches, así que daba igual donde me alo­jara. Y sin embargo saben hacer negocios, le aseguro. Entre risas y exageraciones y chistes pero no se les escapa una, da gusto. No, yo ya había entregado la mercadería, los disfraces y todo eso, y ya me habían pagado y muy bien, por eso le comentaba de las ganancias excesivas. Claro que no estaban haciendo beneficencia sino dándome el dulce para el próximo pedido y entonces ya veríamos, pero como yo lo sabía y ellos sabían que yo lo sabía, todos nos aprove­chamos sin asco, ellos de los disfraces y yo de la guita y nos dedicamos a pasarla bien. El verdadero arte de la diversión, se aprende en Edessbuss: allí nadie rueda borracho" debajo de la mesa, nadie vomita por haber comido demasiado, a nadie le da un infarto por tratar de superar records en la cama. No hay peleas, nadie se agarra a tortas con nadie por una mujer porque total puede disponer de todas las que quiera. Y como ellas pueden disponer de todos los hombres que quieran, están de buen humor y son cada vez más lin­das y una de cuarenta le tira el chico al fondo con como­didad a una de veinte y las de setenta se pasean con aires de reinas del mundo y acceden, cuando tienen ganas, a en­señarles sutilezas a los de dieciocho. Pero sí, por supuesto que trabajan. Y estudian y miran por el microscopio y escri­ben novelas y dictan leyes. Como en cualquier otra parte. Solamente que el espíritu de la cosa es distinto: para ellos la vida no es una tragedia. Fue una tragedia, antes del Te­cho. Tampoco es una farsa; es una comedia alegre que siem­pre termina bien. Un juez puede largar una carcajada en medio de un juicio si el fiscal dijo algo que tenía gracia, y un físico atómico que es decano de una facultad puede pre­parar minuciosamente una cachada monstruo para sus alum­nos, y si el mayor de los chicos le sacó el auto al viejo sin su permiso, el viejo se mata de risa y le pone media docena de sapos al crío en la cama y se esconde en el placard a ver qué pasa. Le aseguro que cuesta acostumbrarse. El primer día uno no sabe para dónde agarrar. Al segundo empieza a reírse, Al tercero imagina alguna broma o inventa un chis­te, nada original todavía. Y al cuarto es un veterano. Cal­cule lo que era yo a la semana. Pero así y todo me hicieron pisar el palito. Esa última noche, para despedirme, El Do­mador Más Recio de la Pálida Estrella Pálida me llevóla una fiesta en lo de La Emperatriz Obesísima que tiene una es­pecie de Babilonia con jardines colgantes pero más chica y ahí me hicieron caer como un chorlito. A medianoche dije que me iba a dormir, fíjese que tenía horario para salir tem­prano al día siguiente. Ahí nadie lo trata de convencer a uno de nada y nadie lo contradice: la cortesía es otra cosa. Si uno quiere irse se va, si quiere quedarse se queda, y cuan­do el dueño de casa opina que la fiesta se terminó, dice has­ta luego a todo el mundo y todo el mundo se las toma y a nadie le parece mal. Dije que me iba y se amontonaron a darme las buenas noches. Un muchachito muy simpático, El Juglar Loco del Agua Mansa, me preguntó para dónde rumbeaba y le dije que de vuelta a casa después de pasar por Dosirdoo IX y Jolldana.

–Lástima –dijo– porque Gonzwaledworkamenjkaleidos queda muy cerca y es una plaza fabulosa para el comercio. Los otros estuvieron de acuerdo, demasiado de acuerdo y demasiado a los gritos pensé después, cuando ya era tar­de. Pero en ese momento no me di cuenta porque me había llamado la atención el nombre.

–¡Qué! –dije–. ¿Cómo se llama eso? –Gonzwaledworkamenjkaleidos –me repitieron. –Ahí se puede vender cualquier cosa –dijo La Salvaje Capitana de las Nubes de Tormenta–, y los cascabeles de plata que fabrican son lo más lindo que he oído.

Cascabeles de plata, sí, cómo no. Pero la cosa me tentó. Pregunté dónde quedaba y el marido de La Emperatriz Obe­sísima que se llama Escudo de Fuego Rugiente en la Noche, fue a buscar una guía de itinerarios. Me dijeron que en el puerto me iban a dar todos los datos y me preguntaron qué llevaba como para vender. Yo llevaba la arcilla, claro, pero eso era para Dosirdoo IX, y también llevaba anilinas, he­rrajes, y caños de plástico. Y medicamentos.

–¡Eso! –gritó El Juglar Loco del Agua Mansa–. ¡Eso siempre les hace falta! ¡Medicamentos!

–Vitaminas –dijo alguien.

–¡Tónicos –palmoteaba La Emperatriz Obesísima–, tónicos, tónicos, tónicos, tónicos!

–Jarabes para la tos, antidiarreicos, anorexígenos, neurolépticos, vasodilatadores, pomadas dérmicas, laxantes, antimicóticos –me tiraban a los gritos con todos los tipos de remedios que se les ocurrían y se reían, claro, cómo no se iban a reír.

Conseguí llevarme a uno de ellos, El Décimo–segundo Caballero de la Orden del Jubón a Cuadros, a un rincón, y preguntarle qué probabilidades había en el asunto. Me juró por su colección de gatos de bambú que en Gonzwa­ledworkamenjkaleidos podía vender lo que quisiera y sobre todo medicamentos porque se volvían locos con la medi­cina y no regateaban. Todo lo cual, lamento decirlo, era básicamente cierto, aunque en este caso los matices eran importantes. De modo que la colección de gatos de bambú del Decimosegundo Caballero de la Orden del Jubón a Cua­dros debe estar muy campante en su vitrina. Sí, al día si­guiente me fui al mundo ese. Dormí bien esa noche a pesar de la música y los bailes del hotel, compuse el itinerario en el puerto y me fui. Fueron a despedirme La Chica Esplen­dorosa con su uniforme de jefa de enfermeras, La Empera­triz Obesísima antes de ir al estudio, El Domador Más Re­cio de la Pálida Estrella Pálida, apurado porque tenía una reunión de directorio en la fábrica, El Juglar Loco del Agua Mansa muy imponente como cabo de Policía, y otros que no me acuerdo. El Decimosegundo Caballero de la Orden del Jubón a Cuadros mandó un mensaje porque estaba de guardia en el hospital. No gracias, sírvase usted, yo nunca le pongo azúcar. Claro que estaba cerca, llegué en seguida. Es el cuarto de un sistema de seis, el único habitado, bas­tante grande, y se mueve a una velocidad normal. Empecé a bajar y a señalizar buscando un puerto. No me contestó nadie. Y ni con eso me alarmé, vea qué idiota. Volé bajo, déle buscar un puerto, y nada. Me pareció raro, eso sí, pero no entré en sospechas: todavía estaba encandilado con el entusiasmo de los edessbussianos. Ya un poco con bronca, elegí una ciudad, chata, no muy grande pero sí la más gran­de que encontré, y bajé en el campo nomás, todo lo cerca que pude. Cuando me iba acercando al suelo, digamos dos­cientos, doscientos cincuenta metros, ¿con qué me encuen­tro? No se lo va a imaginar nunca. Con un aeróstato. Un globo, sí señor, parece mentira. Un globo más fulero que negro con moño, pintado de gris y con rayas más obscuras, como camuflado. Zas, estos tipos están en guerra, pensé yo y traté de acordarme si llevaba coagulantes, antibióti­cos y desinfectantes y si algo más podía servir en caso de lío. Yo armas no vendo, es en lo único que no transijo. To­do lo demás sí, desde ganado en pie hasta diamantes de Quitiloe. ¿Vio alguna vez un diamante de Quitiloe? Mi amigo, no sabe lo que se pierde. Al revés de los nuestros, cuanto más chicos más caros. Usted se explica por qué cuando le alcanzan uno y lo tiene en la mano. El más chico que yo vi medía dos milímetros por dos milímetros y pesaba cinco kilos y medio. Hay algunos que miden un metro de largo y no pesan casi nada. Si pasan del metro los usan como es­pejos pero amurados porque si no flotan. No, qué iban a estar en guerra. Me di cuenta ya antes de bajar y dejé de pensar en coagulantes. Pasé cerca del globo y vi que col­gaba una canasta de mimbre abajo y que adentro de la ca­nasta iban tres tipos con cara de susto que me miraban y me señalaban. Los saludé con la mano y les hice una gran sonrisa pero ni me contestaron. Sí, cómo no. ¿Usted no toma más? Bueno, gracias. Bajé en pleno campo, muy cer­ca de la ciudad. Sujeté en posición de despegue, precaución que tomo siempre que llego a un lugar por primera vez. Hice un equipaje provisorio, puse papeles y documentos porque uno nunca sabe dónde se los van a pedir, salí del cacharro, conecté las alarmas y me paré con mi valija de ma­no en medio de un potrero. Todo eso me llevó un buen rato pero yo había hecho las cosas despacio a propósito para darles a los tipos de la ciudad tiempo suficiente como para acercarse. ¿Quiere creer que no apareció nadie? Yo en esos casos entro a desconfiar. Me ha pasado otras veces, no crea. En Eertament, en Laibonis VI, en Rodalinzes y mucho me equivoco o en un par de mundos más. Claro que puede no ser hostilidad y ni siquiera indiferencia, sino una norma de buena educación, más bien rara para nosotros. En Laibonis VI por ejemplo, donde me evitaron cuidadosamente duran­te un día entero, era increíblemente una muestra de interés, deferencia, e incluso respeto. En cambio en Eertament las cosas empezaron así y terminaron mal, muy mal. Entonces tomé algunas medidas. No uso armas: no sólo no las vendo sino que no las uso. Pero tengo un aparatito muy útil que me regalaron hace años en Aqüivanida donde hay más ani­males que gente y algunos son peligrosos pero está prohi­bido matarlos, que se recarga solo, que se adapta a cualquier metabolismo y que hace estragos, reversibles y pasajeros, hasta que uno puede rajar. Lo fui a buscar, me lo colgué de la muñeca, agarré la valija y empecé a caminar para la ciu­dad. ¿Usted vio "La Kermesse Heroica"? Gran película. Ya les he dicho a los del Cine Club que me hago socio si me prometen que la dan una vez por año. ¿Se acuerda de las primeras escenas? Así era la ciudad. Se llamaba Gonzwaledworkamenjkaleidos. En serio, parece que uno no lo va a poder aprender nunca, pero eso es lo de menos. Los edifi­cios eran groseros, chatos, viejones, fulerazos. Las calles estaban sin empedrar y había puentecitos de piedra para cruzar las acequias. Los animales andaban sueltos. Había un mercado en una plaza y la gente estaba vestida del modo más estrafalario: algunos parecían mandados hacer para la kermesse heroica, otros eran como trogloditas con pieles y todo, alcancé a ver dos muchachos con jeans y remeras y había otros que parecían los hermanitos menores de Luis quince. Paré a un tipo que tenía puesto un delantal de cue­ro sobre el pantalón y una camisa anticuada y le pregunté dónde había un hotel. No había hoteles. Empezamos mal, dije. ¿Una posada? No había posadas. ¿Un albergue? No había albergues. ¿Un monasterio? Sí, oyó bien, un monas­terio, hágame caso, si alguna vez va a algún maldito lugar en el que no hay hoteles ni fondas ni nada, pregunte por el monasterio. No había monasterios.

–Pero entonces –le digo al tipo–, ¿dónde se mete al­guien que está de viaje?

–Tiene que pedir permiso en alguna casa –me dice, y se va.

Largué una discreta puteada por lo bajo y seguí cami­nando. Alrededor de la plaza ni pensar, mucho ruido. Aga­rré una calle de las que desembocaban en el mercado y ca­miné una cuadra. La gente me miraba pero les faltaba tiem­po para hacerse los desentendidos. Si no hubiera sido por­que todavía pensaba que podía vender algo, me vuelvo al cacharro y me voy. Pero siempre hay que asegurarse de que no se puede hacer nada antes de irse al mazo, yo sé lo que le digo. En eso veo a un tipo a la puerta de una casa ni me­jor ni peor que las demás y me acerco y le digo que me han informado que allí no hay hoteles y que si me puede dar alojamiento. Tome, fume de los míos, eso sí, son negros. El tipo me miró con curiosidad pero con una curiosidad digamos amistosa, y creo que hasta empezó a sonreírme. Pero se puso serio y me dijo que iba a consultar. Se metió para adentro y me dejó en la calle. Aproveché para mirar toda la cuadra y no vi nada nuevo, salvo una cara redonda en la ventana de la casa de al lado. La dueña de la cara me miraba sin disimulo y yo por si acaso le sonreí. La que se sonrió fue ella. No tuve tiempo de devolver el cumplido porque volvió mi posible anfitrión y me dijo que no, que no lo autorizaban. Así, nada de mire lo siento mucho pero. No, me dijo que no, que no lo autorizaban. Le dije que es­taba dispuesto a pagar el precio que pidiera y ni me con­testó y se metió de nuevo en la casa. Normalmente yo no hubiera dicho algo tan imprudente, pero aparte de que te­nía plata de sobra, estaba decidido a entrar contra viento y marea en una de esas casas y ver cómo se manejaban estos tipos tan desagradables, que volaban en globos y no tenían puertos ni hoteles. Di dos pasos para ir a probar suerte en alguna otra parte y en eso se abrió la ventana de la casa de al lado y alguien me dijo hola. Sí, era la dueña de la cara redonda. Menos mal, pensé, y yo también le dije hola.

–¿Qué le dijo mi primo? –preguntó ella.

–¿Su primo? –dije yo–. ¿Ese señor es primo suyo? –Claro. Todos somos primos en Gonzwaledworkamenjkaleidos.

–Ah, qué bien –atiné yo, un poco confundido.

–¿Qué le dijo? –Que no.

–¿Que no que?

–Que no me puede alojar.

Ella se largó a reír. Tenía una dentadura perfecta y era bastante linda, no muy joven, eso sí, y simpática. Por lo menos sabía reírse, no como todos ahí que andaban con cara de velorio, y cara de velorio, le aviso, era la expresión justa.

–Dígame señora –voy y le pregunto–, ¿usted no ten­dría lugar para alojarme?

–Yo sí –me dijo–, y mi primo también. Lo que pasa es que es un calzonudo. Espere que le abro.

Desapareció de la ventana y al ratito abrió la puerta y me invitó a entrar. Era una mujer de unos treinta y cinco a cuarenta años, no muy alta, generosa de cuerpo como de cara pero sin ser gorda. Dejé la valija en el suelo y me presenté.

–Yo soy Ribkamatia Gonzwaledworkamenjkaleidos –me dijo ella. Me quedé duro.

–¡Cómo! ¿No se llama así este mundo de ustedes? –Sí –me dijo–, y todos nos llamamos así: somos la fa­milia Gonzwaledworkamenjkaleidos.

–Vea –le contesté–, para mí eso es muy complicado. ¿Que tal si lo abrevio en González que es un apellido muy conocido en mi país?

Se rió y me dijo que ella no tenía inconveniente, y me mostró la casa. Por fuera era tan modesta, tan poco atrac­tiva como las demás. Pero adentro seguía la kermesse. Los pisos eran de baldosas blancas y negras. En las ventanas ha­bía cortinas de encaje; los muebles eran sólidos, obscuros, simples pero cómodos. Y había mucha madera y mucha loza blanca y cobre por todas partes y todo estaba limpio y brillante. Me gustó. Pero no había luz eléctrica. No, no había. No se moleste, yo me sirvo. Excelente café este. Sí, claro que me extrañó, pero he visto tantas cosas raras. Y uno aprende a no preguntar hasta que no llega el momento. La casa tenía tres dormitorios, el de ella con una enorme cama matrimonial. Esperé que el marido fuera tan amable y simpático como ella pero no necesitaba preocuparme por­qué al ratito me contó que era viuda y vivía sola. Me ofre­ció otro dormitorio que tenía una cama más chica pero bien provista, una cómoda con espejo, una mesa de luz, una butaca, una alfombra colorada y también cortinas de encaje en la ventana que daba al jardín del fondo. Le pregunté por el precio y me dijo una suma tan ridícula que me dio ver­güenza. Y además me preguntó si quería carne o pescado para el almuerzo.

–Pero señora –protesté–, creí que el precio era sola­mente por el alojamiento. Yo contaba con comer en un restaurante.

–No hay restaurantes –me dijo.

Tenía que habérmelo imaginado. ¿Adonde me habían mandado estos cretinos de Edessbuss? Un mundo sin ho­teles y sin restaurantes, sin pavimento, sin luz eléctrica, con gente triste y amedrentada que se desplazaba en globo, va­mos. Claro que tal vez necesitaran medicamentos. E incluso anilinas o caños de plástico, ya veríamos. No dije nada y le pregunté si me podía dar un baño. Me dijo que como no y me indicó una puerta al final del pasillo. Y me convirtió en su más decidido partidario cuando agregó:

–Mientras usted se baña le voy a preparar una taza de café bien caliente.

–Sin azúcar y sin leche, por favor –le advertí mientras me metía en el baño.

Qué baño, madre mía. No porque fuera lujoso ni sofis­ticado: mas bien parecía el baño de la casa de mi abuela materna, en la quinta de Moreno. Era enorme, con techo y paredes revestidos en listones de madera lustrada y piso blanco de baldosas. Los artefactos también eran grandes, muy grandes, de loza blanca, y la bañadera estaba sobre una tarima de madera. Las canillas eran de bronce y brilla­ban como los diamantes de Quitiloe. Había una ventanita cerca del techo y toallas blancas con flecos en las perchas. Abrí una canilla con desconfianza, pero al rato tenía la ba­ñadera llena de agua caliente y me daba el baño más nostál­gico de mi vida. Salí hecho otro hombre, al pasillo que olía a café recién preparado. Me fui a la cocina, que era gemela del baño, y Ribkamatia González protestó porque ella que­ría servirme en el comedor pero yo me senté a la mesa de madera blanca y me tomé el café que estaba bárbaro. Le pregunté si no me acompañaba pero me dijo que no toma­ba café: las mujeres suelen tener esa manía. Saqué un ciga­rrillo y debo haber vacilado un poco porque me dijo que no le molestaba que fumara, que ella no fumaba, que nadie fumaba en público en González, pero que yo era su huésped y a ella no le importaba. De modo que fumé y tiré la ceniza en un platito y hablé pavadas, y cuando terminé el café me convidó con otro, y cuando terminé el segundo café me pu­se a averiguar qué tenía que hacer para vender mi merca­dería. Ella no sabía, pero le parecía difícil la cosa. Lo pensó un momento y me dijo que fuera a hablar con el alcalde y me explicó adonde tenía que ir y me preguntó cuándo que­ría almorzar. Muy agradable que a uno lo atiendan así, pero me pareció un abuso y como la mañana se terminaba, le dije que a la hora en que almorzara ella, que yo iba a estar afuera una hora más o menos. Puso una cara de que no me creía mucho pero dijo que bueno y fue a lavar la taza. Me despedí y salí. El primo González estaba de nuevo en la puerta y me miró como hacía un rato pero no lo saludé. Me fui a la plaza, ubiqué el edificio de la municipalidad o lo que fuera, entré y dije que quería ver al alcalde. No me preguntaron qué quería ni me hicieron hacer antesala. Tam­bién, el alcalde no estaba haciendo nada. Estaba sentado frente a una mesa vacía y miraba desconsoladamente por la ventana. Nos saludamos, le dije quién era y él me dijo que era Ebvaltar González, bueno, no González sino Gonzwaledworkamenjkaleidos. Le expliqué que era comerciante y que quería un permiso de venta, y el tipo empezó a poner inconvenientes y a tartamudear. Entonces me saqué los medicamentos de la manga, es un decir, y le dije que tenía vi­taminas, tónicos, jarabes para la tos. Se le terminó el des­consuelo y le agarró el pánico. No, no, de ninguna manera, cómo medicamentos, yo estaba loco, eso no se podía ven­der ahí, no estaba permitido, qué barbaridad, como se me ocurría semejante cosa.

–Maldito sea El Juglar Loco de las Aguas Mansas –dije acordándome de la escena en casa de La Emperatriz Obesí­sima cuando ya me iba, y dándome cuenta, por fin, que todo había sido una broma de los amigos de Edessbuss; y aunque estaba enojado, casi me dieron ganas de reírme. – ¿Qué dijo? –me preguntó el alcalde.

–Nada, no se preocupe, no tiene nada que ver con us­ted –le contesté–. Pero dígame, ¿por qué no se pueden vender medicamentos acá? ¿Para proteger la industria far­macéutica local?

–No, no –tartajeaba.

–¿Todo el mundo goza de buena salud? –No, no –otra vez.

–¿Motivos religiosos?

–Por favor, señor, le voy a pedir, no se ofenda, ¿no?, le voy a pedir que se retire porque tengo una audiencia den­tro de cinco minutos.

Y ahí me di cuenta de otra cosa. ¿Cómo sabía el alcalde, aparte de que lo de la audiencia era macanas, cómo sabía lo de los cinco minutos si no tenía reloj ni había relojes en la oficina ni en toda la municipalidad, ni tampoco en lo de la señora Ribkamatia que con toda seguridad también era prima de él? ¿Cómo sabía? Pero lo dejé pasar.

–Está bien –le dije–, ya me voy. Pero supongo que si no puedo vender remedios podré vender herrajes o caños de plástico o anilinas.

–No sé, no sé –me dijo y me empujaba para el lado de la puerta–, no sé, habrá que ver si nos autorizan.

–¿Si los autorizan quiénes? –le ladré ya con la puerta abierta y a medias en el corredor–. ¿Usted no es el alcalde acá?

–Sí, por supuesto, sí –decía el tipo–, mañana le con­testo, vuelva mañana, ¿quiere? –y me cerró la puerta en el hocico.

Claro, me fui, qué otra cosa iba a hacer. Recorrí la ciu­dad, que no me llevó mucho tiempo, mirando todo y acor­dándome con rabia y un poco de risa de Edessbuss, miran­do las polleronas largas y abullonadas de las mujeres, los zuecos, los sayos y los calzones cortos de los hombres, mi­rando a algunos que iban con gorguera y sombrero empludo, mirando a otros con túnicas de lienzo barato y descalzos, mirando a esos que llevaban unas pieles cortonas como toda vestimenta, y sin saber a qué venía semejante mesco­lanza. A lo mejor eran extranjeros. Nadie parecía muy con­tento; ni los turistas, si lo eran. Calculé dónde se podría meter tanta gente, porque la ciudad estaba mucho más po­blada de lo que había parecido. Pensé que había muy po­cas casas para semejante cantidad de personas, pero no era asunto mío. Vagué un poco, preocupado con lo que sí era asunto mío, porque El Juglar Loco y La Chica Es­plendorosa y La Emperatriz y El Decimosegundo Caballero me habían hecho pisar el palito pero yo no pensaba irme sin haber vendido algo, aunque al final lo que hice fue re­galar algo, y dándole tiempo a Ribkamatia para preparar su comida que como yo no le había dicho nada vaya a sa­ber si sería carne o pescado. En eso me acerqué a la plaza y anduve entre la gente que vendía cosas a ver si había allí algún secreto. Si había, yo me iba a dar cuenta, hace más de veinte años que vendo y compro y conozco todos los trucos. Casi todos. Le puedo asegurar que no había nada raro. Se vendía y se compraba como en todas partes, pero solamente ahí en el mercado. No había otras tiendas o ne­gocios. Me hice el que quería comprar un cinturón, y des­pués de regatear un rato en el mejor estilo, le pregunté al dueño del tinglado cómo se hacía para conseguir un per­miso de venta.

–El alcalde, no sé, habrá que ver si puede, yo, claro, no sé, usted entiende –y se puso a mirar para otro lado.

Le compré el cinturón, pobre tipo, al fin y al cabo era un colega en desgracia, y aunque el cuero era berreta y la hebilla estaba torcida, pedía chirolas. Pagué y seguí cami­nando y del otro lado de la plaza elegí en seguida otro pues­to para seguir haciendo averiguaciones. Lo atendía una mu­chacha que vendía encajes, qué belleza. La muchacha, no los encajes. Tenía el pelo castaño atado en la nuca con un rodete y las orejas más lindas que he visto y mire que no es fácil encontrar orejas lindas, es como con las rodillas, y ojos castaños grandotes y una figura espectacular que se adivinaba bajo la pollera larga floreada y la blusa blanca muy cerrada y el cinturón ancho de terciopelo con balle­nas que casi era un chaleco atado con cintas que se cruza­ban adelante. Me fui arrimando despacito y me puse a mirar los encajes que me interesaban un corno hasta que entré en conversación y le dije que era de afuera y que cómo se llamaba ella y cuando le dije mi apellido me miró fijo y me dijo que ella se llamaba González, cuando no, y de nombre Inidiziba. Le ponderé el nombre y los ojos, y ya que estaba también las manos, pero a las orejas no me les animé por más que ganas no me faltaban de decirle algo, porque no parecía muy dispuesta a darme calce. Al final, después de mucha finta y mucho verso, cuando ya estaba por man­darla al diablo, conseguí que aceptara encontrarse conmigo a la noche. A la noche a qué hora, le dije, y me acordé de los relojes, mejor dicho de la falta de relojes.

–Cuando sea bien de noche –me dijo como si eso sig­nificara algo–, en el jardín de mi casa –y me señaló dónde quedaba y después por poco me echa a escobazos.

No le voy a decir que no, un buen café ayuda a pasar cualquier cosa, hasta el lío de los González, y este le corre parejo al que hacía Ribkamatia González, se lo aseguro y es mucho decir. Y como cocinaba. Del puesto de la enca­jera me fui derecho a su casa donde ya estaba la mesa pues­ta. En el comedor y para mí solo. Admití lo del comedor aunque estaba seguro que no se usaba nunca, pero no quise sentarme si ella no se sentaba conmigo a comer. Fue un al­muerzo espléndido. Pescado con verduras. Simple, ¿no? Déjeme que le diga que es así, con las cosas simples, como se ve la mano de la cocinera. Un plato complicado es enga­ñador: en el fondo puede haber nada más que una buena receta y mucha paciencia. Pero si un pescado al horno con verduras cocidas está como para ponérselo adelante a Su Majestad Serenísima el Emperador de la China sin peligro de decapitación o ahorcamiento, entonces la cocinera es una sabia y yo me saco el sombrero. Comí dos platos, yo, que sostengo que el mejor homenaje que se le puede hacer a una comida es levantarse de la mesa con hambre. Y de postre me sirvió una crema ácida con azúcar negra por en­cima, que el Emperador le regala a uno el título de Maestre de la Gran Muralla si llega a tener el privilegio de probar un bocado. Y me tomé no se cuántas tazas de café. Mientras ella se iba a lavar los platos le pregunté si no tenía un diario a mano. No me entendió. Periódico le dije, y nada. Le conté lo que era un diario. Como era de esperar, no había diarios en González. Me lo tenía merecido y me dije que me tenía que acordar de llevar a Edessbuss la próxima vez que fuera, varios kilos de bombones rellenos de laxante. No sería muy sutil pero correspondía exactamente a mi estado de ánimo y ellos también se lo iban a tener merecido, qué tanto. Así que me fui a dormir la siesta. Dormí hasta las seis de la tar­de: yo sí tenía reloj. Al salir de mi dormitorio oí que Ribkamatia González hablaba con alguien, con un hombre, en la habitación del frente, y me pareció que estaba enojada, muy enojada. Soy discreto. A veces. Me metí de nuevo en el dormitorio, esperé un par de minutos y volví a salir ha­ciendo mucho ruido pero ya no se oían las voces y ella me preguntó desde la cocina si quería un poco de café. Que le parece que le dije. Nos sentamos junto a una ventana, yo a tomar café y ella a coser, y me preguntó que tal me había ido con el asunto de las ventas. Claro, durante el almuerzo había estado ocupado alabándole al comida, que no le ha­bía hecho la crónica. Le conté y le dije que veríamos al día siguiente en la nueva entrevista con el alcalde. Suspiró y dijo que su primo el alcalde era una buena persona pero que no tenía carácter, por eso era alcalde. Me pareció una observación contradictoria pero no discutí.

–Es una verdadera desgracia, señor Medrano –me dijo–, una verdadera desgracia.

–¿Que su primo el alcalde no tenga carácter? –pregunté.

–No, no –me dijo sin sacar los ojos de la costura–, ha­blo en general.

Más que discreto creo que soy oportuno. Eso es, opor­tuno. Se quedó un momento callada y yo no pregunté nada porque se me hacía que iba a seguir hablando. Dio unas puntadas, cortó el hilo con una tijera de hojas muy finas y muy largas, enhebró otra vez la aguja y, clavado, siguió:

–Porque imaginese todo lo que podría hacerse aquí, to­do lo que ya podríamos tener porque gente capaz no es lo que falta, con esos muchachos que se sacrifican estudiando, investigando, inventando y probando cosas a escondidas. Yo no sabía de qué estaba hablando y ella suponía que sí, y esta vez tampoco pregunté, no de discreto sino porque me sentía demasiado en paz y algo iba a empezar a funcio­nar mal si yo metía la pata.

–Luces –dijo ella–, luces eléctricas y hasta atómicas, automóviles, aviones, inyecciones, submarinos, teléfonos, televisión, hospitales, máquinas de coser, todo eso. Y lo único que podemos hacer es enterarnos de que existen en otros mundos gracias a lo que pueden averiguar y hacer sa­ber en secreto los malos hijos –me miró–. ¿Todavía no se pusieron en contacto con usted?

–¿Quiénes? –pregunté como un idiota.

–Los Malos Hijos –esta vez me sonó correctamente, con mayúsculas. Ella se había levantado a encender dos lámparas de acei­te.

–Ah –dije un poco vacilante que ni las llamitas de las lámparas–. No, no, todavía no.

Volvió a la costura.

–Ya los va a encontrar. Pobre gente, hacen todo lo que pueden.

Cosió otro rato, callada, y yo tampoco hablaba. Después dejó la costura y se levantó. Ya era de noche, bien de noche.

–¿Qué quiere que le prepare de comer? –me preguntó. –Vea señora –le dije–, déjeme preparado algo liviano, porque ahora voy a salir y no se a qué hora voy a volver. –Ah –dijo con una sonrisa cómplice. Después supe que ella no había estado pensando en la chica de los encajes ni en ninguna chica, sino precisamente en los Malos Hijos.

–Le voy a preparar un huevo relleno –dijo y se fue para la cocina.

Un huevo relleno era tomar demasiado al pie de la letra lo de algo liviano, pero no era un huevo de gallina ni de un animal del tamaño de la gallina, sino un huevo de plasco. El plasco es un mamífero ovíparo parecido al farfarfa de Pilandeos VII, así que imagínese el tamaño del huevo: no pude comer ni la mitad. Pero como no; eso sí, me gustaría que me acompañara. No, yo gastritis jamás. El día que me de gastritis tengo que parar definitivamente el cacharro. Hay lugares en los que no se puede andar eligiendo la comi­da: en Emeterdelbe por ejemplo, o uno digiere las malditas tortas, tortas de sede, tortas de felepés, de estelte, de resne, tortas de todo lo que se pueda imaginar, siempre fritas en grasa de pelende, o uno se muere de hambre. Y en Mitramm hay que tener un estómago de fierro para aguantar la carne de... ¿Eh? Sí, me imagino, yo también estaba intrigado. Así que le dije hasta luego y fue a la puerta a despedirme, con los cachetes sonrosados por el calor de la cocina a leña. Se me ocurrió que debía haber sido una belleza cuando joven, no hacía mucho, y le eché una mirada de aprobación y co­mo no era sonsa se dio cuenta y se rió de mí. Tal vez tam­bién se rió porque le gustó que la mirara así. Me fui. Atra­vesé la plaza en la que había a pesar de que ya era de noche una enorme cantidad de gente que parecía no estar hacien­do nada. Todo estaba obscuro, salvo por alguna antorcha en alguna esquina. Yo llevaba una linterna y por supuesto el freno de Aqüivanida sujeto a la muñeca. No, yo le digo el freno por el efecto que hace; ellos le llaman recensor apical molecular, ram. Llegué a la casa de la chica, di la vuelta, salté el tapial y me metí en el jardín. Me pareció que no ha­bía nadie. Era un jardín descuidado, no como el de Ribkamatia, y me metí detrás de un arbusto que necesitaba con urgencia las tijeras de podar y esperé. Casi me duermo pa­rado. Como a la media hora o más, sentí que alguien me agarraba del brazo. Debía haberse acercado como un gato porque yo no había oído pasos. Del julepe no alcancé a ma­notear la linterna ni el freno. Pero me pegaron un chistido: era la belleza de los encajes.

–Hijita –le dije–, pisas con más cuidado que equilibrista gordo. No te oí llegar.

Me apretó el brazo de nuevo y me chistó de nuevo y me llevó a tientas a un rincón en donde había un banco mien­tras yo pensaba con qué me convenía empezar, si con el arrime sentimental o con el hábil interrogatorio; me pareció que lo mejor era combinar la información con el placer. Pe­ro no hubo caso por ninguno de los dos lados. Por el lado del placer no pude, ya no digo llevármela a la cama que era lo que cualquier tipo normal hubiera querido hacer, sino ni siquiera tocarle el meñique de la mano izquierda, porque era hosca, desconfiada, un poco tonta, y tenía miedo. Y por el lado de la información, por esos mismos motivos no quiso decirme nada y hasta sugirió que yo le estaba toman­do el pelo o que quería hacerla caer en una trampa. Todo lo que pude saber fue que no me dejaba ni acercarme ni cantarle mi amor eterno y que no quería contarme nada porque su abuelo, su abuela, su bisabuelo y sobre todo su tatarabuela, se lo habían prohibido.

–Caramba –le dije–, qué familia de longevos la tuya. Se enojó. Se enojó tanto que hasta hizo ruido al levan­tarse del banco y me dijo que me fuera inmediatamente. No la pude convencer ni prometiéndole que me iba a man­tener a cinco metros de distancia. Y bueno, pensé, que se muera, la que se embroma es ella. Ya ni siquiera le tenía ganas, tenía ganas de una mujer pero no me hubiera acos­tado con esa pavota por nada del mundo. Lo que estaba era cada vez más intrigado, y con eso también me tuve que ir en ayunas. La chica me dejó plantado y corrió para el lado de la casa y yo entonces agarré para el tapial. Y en eso veo que no habíamos estado solos: había una mujerota con cara de víbora que no podía ser la tatarabuela porque no era tan vieja, cerca del lugar en el que yo había estado escon­dido, y dos tipos, uno sí lo bastante viejo como para ser su abuelo, y otro más joven, y los tres tipos me miraban con ojos de verdugos. No esperé a ver quiénes eran o qué que­rían. Salté el tapial y me fui con la bronca del mundo. Las casas estaban obscuras y cerradas pero las calles y la plaza estaban llenas de gente silenciosa que iba y venía o se sen­taba en los bancos o se paraba en las esquinas y miraba pa­ra todos lados. Ribkamatia había dejado una lamparita de aceite ardiendo en el hall. La agarré y me fui a la cocina donde ataqué el huevo de plasco que estaba riquísimo pero era demasiado para mí: nunca como en exceso y menos antes de irme a dormir. Será por eso que no tengo gastritis. En eso hubo un ruido de pasos en el corredor obscuro y apa­reció ella y me dijo que me había estado esperando para poner la mesa. Le agradecí pero le dije que no lo volviera a hacer y nos sentamos en la cocina y despanzurramos lo que pudimos del huevo relleno. Se moría de curiosidad pe­ro no me preguntó nada y yo no estaba de humor para con­tarle el chasco que me había llevado. Me hizo café y me lo tomé y me sentí mejor. Dije que me iba a acostar y ella se levantó. Agarré la lámpara y enfilé para el dormitorio. Abrí la puerta, le di las buenas noches y allí mismo hice lo mejor que había hecho en mucho tiempo: levanté la lamparita de aceite para verla bien y con la mano libre le acaricié la cara. Ella me hizo una sonrisa dulce. No me gustan los adjetivos pero la sonrisa era dulce, qué quiere, dulce y plácida. Ella abrió la puerta de su habitación y yo no iba a ser tan lerdo como para meterme en la mía. Sí, dormí con ella, lo que dormí, que fue lo justo. Ninguna vendedora de encajes, ninguna chica por esplendorosa que fuera, ninguna ama­zona, ninguna señorona aburrida de su marido viejo, nin­guna adolescente ni reina de ocho reinos ni profesional ni esclava, ni actriz ni conspiradora hambrienta ni nada, nin­guna encontré, de ninguna me acuerdo que supiera como ella lo que quería un hombre en la cama, no un macho, un hombre, Por lo que hubo esas noches entre los dos, podría­mos haber estado casados desde hacía años y años y po­dríamos habernos acostado juntos cientos de veces, cada una como la primera o la segunda, y todo iba a andar siem­pre bien y no habría por qué preocuparse. Como será que no me gusta hablar mucho de ella. Era ya casi de madrugada cuando me quedé bien dormido, y me pareció que no ha­bían pasado ni cinco minutos pero debía ser tarde porque el sol empezaba a entrar por las rendijas de los postigos, cuando me despertaron un ruido y un grito. Me senté en la cama y vi a un tipo con la cara torcida y congestionada por la rabia, parado en la puerta abierta. Ribkamatia abrió los ojos pero no se asustó: solamente lo miró como dicien­do ufa ya venís a joder de nuevo mientras el coso resollaba con la mano en el picaporte. Ella le dijo muy tranquila:

–¿Y ahora qué pasa?

El la insultó prolijamente pero sin usar ninguna palabra que no hubiera podido decir el arzobispo de Santiago de Compostela un jueves santo por la tarde. Me hizo acordar a un cura que nos daba religión cuando yo era chico. Yo estaba, como usted comprenderá, en inferioridad de con­diciones: desnudo, medio adormilado, en casa ajena y en cama ajena y sin saber qué derecho tenía el vociferante ese para entrar al dormitorio. No me gustó que la llamara in­munda pecadora y otras cosas de laya bíblica, de manera que me levanté y lo insulté yo a él pero sin cuidar las palabras, al contrario. El tipo ni me hizo caso, parecía que la cosa era con ella, y tanto que se acercó a la cama e hizo ademán de pegarle. Ah no, mi amigo, delante mío no: si alguien le quiere pegar a una mina y la mina es tan estúpida como para dejarse, no es cosa que a mi me importe, pero que yo no ande por ahí porque se arma. Lo agarré del hom­bro, lo hice dar una vuelta y le encajé una trompada. Trastabilló y se me vino al humo. Era más bajo y más corpu­lento que yo, pero si él estaba enojado, yo estaba más eno­jado que él. Le di un par de tortas y le amagué con otra a la cara buscando que se cubriera para alcanzarlo en el estó­mago, tirarlo al suelo y patearle la cabeza. Sí, estaba furioso y cuando estoy furioso no soy un caballero del ring. El tam­bién estaba furioso, claro, pero por el costado teológico, y no hay nada como la teología para quitarles eficacia a los puñetazos, así que yo llevaba las de ganar. El se dio cuenta y manoteó la tijera larga que estaba sobre la cómoda y se me abalanzó. El tampoco era un caballero del ring, lamento decirlo, que en paz descanse. Lo agarré de la muñeca se la retorcí hasta que crujió, y le quité la tijera. Se me tiró en­cima, coraje no le faltaba, y yo paré con la derecha pero en esa mano tenía la tijera. Se la hundí hasta el fondo en me­dio del pecho y el tipo cayó. Me quedé helado. Y más cuan­do la miré a Ribkamatia creyendo que la iba a encontrar medio desmayada, pálida y tapándose la boca con la mano, y vi que estaba lo más bien: fastidiada le diría, impaciente, pero no asustada. Tal vez yo no haya matado alguna vez, no le digo que no y tampoco le digo que sí, pero si en algo creo es en el non possumus. Durante un segundo cargué con todas las culpas de todos los sentenciados al castigo eterno, y al segundo siguiente, cuando lo miré al tipo muerto en el suelo, vi que se levantaba, casi como si no hubiera pasado nada a no ser por la tijera clavada a la altura del corazón, y vi cómo se la arrancaba sin dejar rastros de la herida, sin herida, ¿se da cuenta?, y cómo se sacudía la camisa y los pantalones y cómo dejaba la tijera sobre la cómoda y se iba mirando para atrás y mascullando cosas, más insultos creo, aunque yo no lo oía. La puerta se cerró y yo me senté en el borde de la cama.

–Este imbécil no aprende nunca –dijo Ribkamatia y me pasó la mano por la cabeza.

–Quién es –le pregunté.

–Mi marido –dijo ella.

La miré, a ella, tan linda y fresca, tan linda:

–¿Pero vos no sos viuda? ¿No está muerto tu marido?

–Claro que está muerto –dijo–, y ya le he dicho mil ve­ces que yo no soy una flojona y que a mí no me va a seguir mandando, ni él ni ninguno.

–Ribka –le dije sintiéndome de repente perfectamente tranquilo–, quiero que me expliques cómo un muerto pue­de estar vivo y venir a pelear con el amante de su viuda.

–El es igual a todos –dijo ella–, no lo puede evitar el pobre.

–Todos los muertos están vivos –dije.

–Están muertos pero es como si estuvieran vivos –y me miró un ratito sin decir nada–. Entonces, ¿no sabías?

–No –le dije–. Creías que yo sabía pero no. ¿Quiénes son los Malos Hijos? ¿Qué son los muertos? ¿Zombies? ¿Vampiros? ¿Por qué no hay electricidad ni relojes? ¿To­dos los que andan por la calle están muertos? ¿Por qué no puedo vender medicamentos?

Se rió. Me abrazó, me hizo acostar otra vez al lado de ella y me contó. En González la gente se moría como en cualquier otra parte, pero no se quedaba finada y quieta en el cajón como un difunto bien educado. Ni siquiera ha­bía cajones. Tampoco nichos ni panteones ni cementerios ni funerarias, para qué. Los muertos se levantaban al ratito nomás de haberse muerto y se dedicaban a joder a los vivos. Se morían en broma: se les paraba el corazón y la sangre no circulaba y no había más funciones vitales, pero ahí estaban, en las calles, en la plaza, en el campo, o instalándose de a ratos en la casa de la familia o metiéndose quién sabe dónde. Solamente que no eran distintos nada más que en lo fisiológico. Distintos por rabia o por resentimiento, por muerte: ellos querían que las cosas siguieran como cuando ellos estaban vivos y por lo tanto querían qué los vivos vivieran como los muertos. No permitían que pasara na­da que alterara la vida que ellos habían conocido. Con los antepasados comunes siempre entre ellos, así como quien tiene una tía abuela sorda viviendo en el altillo de la casa, era lógico que todos siguieran siendo de la misma fa­milia, y que todos fueran primos y que todos se llamaran González. Claro, como había muertos muy antiguos, las caras de monos envueltos en pieles, pero también había muertos recientes, los nuevos transaban con algunas cosas que a su vez, cuando estaban vivos, habían conseguido im­poner en contra de los deseos o las órdenes de los muertos que ellos habían tenido que aguantar. Por eso había agua corriente por ejemplo. Pero no había médicos ni hospitales ni remedios porque los muertos querían que los vivos pa­saran cuanto antes a ser muertos. Y cuanto menos romance hubiera mejor, menos matrimonios, aunque qué tiene que ver el romance con el matrimonio es algo que no alcanzo a comprender como no sea un riesgo que hay que saber cuer­pear, pero los muertos tienen una idea muy particular al respecto, menos hijos, menos vivos. En suma, que González iba camino de ser un mundo de muertos. A eso iba: hace cientos de miles de años pasó por ahí un cometa y la cola rozó a González y parece que le gustó la vecindad porque vuelve cada cinco años. No me acuerdo como se llama el cometa ni si tiene nombre: probablemente no porque no tuvo nombre la primera vez que pasó. Cada cinco años re­nueva el fenómeno de supresión de algunas características de la muerte, pudrirse decorosamente por ejemplo y no apa­recer más por ningún lado como no sea en la mesa de tres patas de algún chanta. Por lo menos esa fue la explicación que me dio Ribka y que todos aceptaban como buena. No parece haber otra: debe haber algo en la cola de ese cometa y no tengo interés en averiguar qué es. No me lo imagino a Dios Padre decretando que los muertos de González tie­nen que seguir jodiendo a los vivos para toda la eternidad. ¿Los Malos Hijos? Los que contestan mal y desobedecen a papá y a mamá, los rebeldes, los que conspiran, y usted re­conocerá que no es fácil, contra los muertos. Organización clandestina pero no mucho porque no se puede hacer nada totalmente escondido de tantos muertos entre los cuales algunos fueron Malos Hijos cuando estaban vivos; organiza­ción que trazaba planes, favorecía el estudio, la resistencia, la investigación y la curiosidad. Volaban en globos, ¿se acuerda?, para coordinación e información de ciudad en ciudad, pero en secreto. Cada vez que los muertos encon­traban un globo lo destrozaban. Yo había pescado a uno que no había alcanzado a bajar antes que amaneciera y me había parecido que estaba camuflado. Estaba camuflado. No, por supuesto que no, los muertos no eran superhom­bres, no contaban mas que con las facultades que habían tenido estando vivos: no podían impedir que llegara gente de afuera, pero podían obligar a algunos de los vivos, a los calzonudos como decía Ribka, a que no les dieran bola, ni los alojaran, ni les dieran de comer ni les facilitaran nada. Los que llegaban se iban lo más pronto posible. Pero los Malos Hijos conseguían hablar con ellos y tener noticias de lo que hay en otros mundos. Es que los muertos amenaza­ban a los vivos con matarlos si nos les obedecían. Parece sin embargo que no podían hacerlo, que nunca un muerto había matado a un vivo, de otra manera González estaría poblado de muertos desde hace siglos. Es posible que no pudieran. Pero por si acaso los vivos obedecían; No todos: fíjese en Ribka y en los Malos Hijos. Y los vivos no querían pasar a ser muertos, uno porque a nadie le gusta morirse y otro porque sabían en que se convertirían. Ya ve, el miedo perfecto. Sí, esa gente rara que había por la calle estaba muerta y los que encontré en el jardín de la chica de los encajes estaban muertos. La mujer no tan vieja era la tatara­buela que había muerto a los cincuenta y ocho años, y el tipo más joven era el bisabuelo que había muerto a los treinta y siete y el viejo más viejo era el abuelo que había muerto a los setenta y seis. Muchos de los vivos se dejaban manejar por los muertos, como el alcalde y la chica de los encajes y el vecino de Ribka. Pero otros no. Peleaban como podían, pero peleaban. Y yo, que como dice mi amigo Jor­ge que es poeta pero buen tipo, soy un romántico y me duele el pecho con dolores fuertes ante ciertas cosas, yo, que había pasado con Ribka la noche más linda de mi vida, salí al ruedo a pelear yo también. Me senté en la cama y le dije:

–Ribka, vamos a hacer el amor otra vez, porque me gus­ta hacer el amor a la mañana y me gusta hacer el amor y me gusta con vos, y después vamos a bañarnos juntos y a tomar café juntos y nos vamos a emperifollar y vamos a ir a buscar a los Malos Hijos pero antes vamos a pasar por el cacharro.

Me gustaba como se reía. ¿Quedará un poco de café? Gracias. Eso quizá sea también un abuso pero la ocasión lo merece, contando estas cosas. Cuando salimos a la calle estaba el primo González en la puerta de al lado y yo me le acerqué, le di la mano y le dije hola que tal como está, lin­da mañana, ¿no le parece? y él me miró como si yo me hu­biera vuelto loco y nos fuimos caminando Ribka y yo. No solamente mercadería llevo en mis viajes. Llevo de todo, si le cuento no termino más. Abrí el cacharro y ahí nos meti­mos y empezamos a revolver. Le di a ella dos relojes, uno de pulsera para que usara y otro para su casa, y empaqueté un reloj grande para la municipalidad porque el gobierno, aunque sea municipal, tiene que dar el ejemplo. Ella no tenía miedo y los iba a usar, pero al otro le dije que lo guar­dara, que no lo iba a tener que tener escondido mucho tiempo. Le regalé un vestido corto de seda amarilla muy escotado y sin mangas, que le había encargado que me com­prara a una amiga de Sinderastie para regalarle a la hija de un comerciante de Dosirdoo IX al que le debo atenciones. Le regalé una batidora eléctrica jurándole que la iba a poder usar. No, no estaba seguro todavía, pero era razonable pen­sar que sí, y sobre todo, yo quería creer que sí. Y le regalé un diamante de Quitiloe. Quizá ya lo haya vendido como le aconsejé, y se haya ido en un crucero de lujo de vacacio­nes a Edessbuss y a Naijale II y a Ossawo. O quizá lo haya guardado porque yo se lo di. Las dos posibilidades me gus­tan. De ahí, cargados con los paquetes, nos fuimos, dando muchos rodeos, a una casa de las afueras de la ciudad, don­de ese día se reunían los Malos Hijos. Ella estaba en con­tacto con ellos, no formaba parte de la organización porque era demasiado independiente y no aceptaba directivas ni de los muertos ni de los vivos, pero conocía cada lugar en el que se reunían y que por precaución cambiaban todos los días. Dé vez en cuando los muertos los encontraban, pero en general se las arreglaban bastante bien. Buena gen­te, algunos de ellos desesperados, pero todos cabezas duras y luchadores. Ribka les habló de mí y resultó que esa mis­ma mañana ellos me andaban buscando en la ciudad. Les dije que necesitaba hablar con ellos, que cuantos más fueran mejor, y que por una vez no se preocuparan de los muer­tos. Se las arreglaron para hacer llamar a todos los que pu­dieron y para mediodía había un grupo imponente, casi parecía una manifestación. Me subí a una mesa y dije rápi­damente porque ya avisaban los centinelas que se acerca­ban los muertos, lo que se me había ocurrido. Pescaron la idea en seguida y al rato había allí una gritería infernal. Yo quise calmarlos pero era muy difícil y entonces dije qué me importa, será la primera vez que estén contentos. Y esperaba que no fuera la última. Los muertos llegaron y empe­zaron a husmear y a amenazar pero el clima había cambia­do. Nadie les dio mucha pelota como no fueran algunos muchachos que les gritaron cosas, no precisamente piropos. Lo que puede la esperanza, mi Dios. Se habían vuelto, no digo valientes porque siempre lo habían sido, sino animosos y hasta alegres. Ribka se volvió a su casa, yo la besé y le dije hasta luego, y me fui al cacharro con una delegación de los Malos Hijos. Arranqué para el lado de Edessbuss. Y allá llegamos, en plena fiesta de carnaval. Los que termina­ban el turno de trabajo en el puerto, se ponían los antifaces y los trajes de El Zorro y El Bucanero Invencible, agarra­ban las serpentinas y el lanzaperfumes y se iban a bailar. Fue un lío encontrarlo al Juglar Loco del Agua Mansa pero nos apostamos en su casa después de recorrer una docena de milongas, y lo esperamos. Llegó con una odalisca y una bailarina húngara, muy lindas, muy pintarrajeadas, pero no tenían nada que hacer con Ribka. Sí que se extrañó de ver­me, pero me recibió como se recibe a los amigos en Edess­buss. Ahí nomás le dije que le iba a hacer pagar la cargada de vender medicamentos en González. Para empezar, él me tenía que poner en contacto con los encargados del Techo. El pobre, todo enlatado, disfrazado de robot, no entendía mucho, pero le presenté a los Malos Hijos y le dije que ellos necesitaban unos informes. Urgentemente, le dije. Entra­mos. Se bañó, se cambió, las dos minas se tumbaron a dor­mir en un sofá y nos fuimos. Al Instituto Superior de Tec­nología y Protección del Ambiente. Allí, delante de unos cuantos individuos muy amables que no estaban disfrazados pero rae juego la cabeza a que lo habían estado hasta me­dianoche por lo menos, expusimos el caso de González, que todos conocían, algunos bien, otros mejor o peor. Y yo propuse la solución, temblando, no fuera que me dijeran que no se podía hacer. Pero dijeron que sí. No sólo dijeron que sí sino que se entusiasmaron y empezaron a tocar timbres llamando a ingenieros, proyectistas, calculistas, ecólo­gos y yo que sé qué más y una hora después estaban dibu­jando y sacando cuentas como locos. No le robo más tiem­po: al día siguiente nos volvimos a González, y detrás de mi cacharro, que el pobre parecía un pez guía raquítico de­lante de tres tiburones gigantes, venían tres cruceros pesa­dos llenos de técnicos, obreros y material. En González me fui a la casa de Ribka y me desentendí del asunto. Hice el amor con ella esa mañana, esa tarde y esa noche y todas las noches siguientes, pero después de la primera la tuve que convencer para que se sacara el reloj de pulsera porque te­nía la espalda llena de rasguñones. No, el marido no apare­ció. No porque me tuviera miedo: los muertos de González ni tienen miedo ni nada; es que estaría ocupado tratando con los otros muertos de impedir que los técnicos de Edess­buss hicieran lo suyo. Mi amigo, se imaginará que si los edessbussianos han puesto una cubierta sobre su propio mundo, poco es lo que les cuesta extender otra alrededor de campamentos y hombres si no quieren que nadie los mo­leste. Y yo tenía el freno de Aqüivanida, no se olvide. Con el freno neutralicé media docena de intentos, que de todas maneras no hubieran quedado en nada, de los González muertos contra los González vivos y de ahí en adelante los beneméritos antepasados se quedaron en el molde y se re­signaron a ser como los muertos de otros mundos. El freno funcionaba también con los muertos precisamente por eso, por la falta de metabolismo. Una semana. Sí, nada más que una semana les llevó envolver a González en un Techo no antienergía, sino anti–cola de cometa. A la semana se fue­ron dejando todo listo y González cantó y bailó por pri­mera vez en un millón de años. Y yo también me fui. Fal­taban dos años para que el cometa volviera a pasar. Si la cola no tocaba a González, y no lo iba a tocar porque los edessbussianos juraban que la cola de cualquier cometa era una risa al lado de la energía de Edess–Pálida, los muertos se iban a morir de veras, y con los que murieran después iban a alimentar gusanos y malvones como cualquier muer­to que se respete, en cementerios ordenaditos y llenos de cipreses y de placas rimbombantes y de saludables llantos. Vi antes de despegar el primer destello del Techo que ya funcionaba. Supongo que seguirá funcionando. Supongo que los muertos habrán ido desapareciendo. Supongo que Ribka tendrá una máquina de coser eléctrica y una araña de doce luces en el comedor, que usará la batidora y el re­loj, los relojes. Supongo que la tatarabuela ya no estará ahí para cuidarle la virginidad a la chica de los encajes. Supongo que habrá aviones y aspirinas. Supongo que Ribka se acor­dará de mí. Sí, gracias, nunca digo que no a un café tan bueno.