viernes, 19 de febrero de 2010

LA LUCHA DE LA FAMILIA GONZÁLEZ POR UN MUNDO MEJOR


Angélica Gorodischer

Aunque en sus primeros libros Cuentos con soldados, Las pelucas, Angélica Gorodischer mezclaba tímidos inten­tos fantásticos con sólidos relatos realistas, su obra ha ido inclinándose cada vez más hacia un barroco mundo fantás­tico personal, cargado de imágenes y de originales ideas. Entre los primeros intentos dentro del género puede men­cionarse su novela Opus dos (1967). La primera culmina­ción, el descubrimiento definitivo de su propia voz, está condensada en Bajo las jubeas en flor (1973), que incluye seis relatos largos tenuemente entrelazados por la existen­cia de un volumen en el que estaría contenido el universo; "Ordenamiento De Lo Que Es Y Canon De Las Aparien­cias". Su último libro, Trafalgar (1979), al que pertenece el cuento que incluímos, gana en poder de comunicación y limpidez argumental lo que pierde en barroquismo visual. Está constituido por varios relatos protagonizados (o narra­dos) por Trafalgar Medrano, un locuaz viajante de comercio rosarino, que recorre planetas en vez de provincias, en un magistral aprovechamiento de las ventajas de la "serie" con personaje único.

LA LUCHA DE LA FAMILIA GONZÁLEZ

POR UN MUNDO MEJOR


–Ganancias excesivas, eso diría yo. Y en todo sentido, porque Edessbuss es un mundo amable donde todos encuentran motivo de risas y diversión en todo. Casi casi le entran ganas a uno de quedarse a vivir ahí, pero si uno conserva un poco de sensatez, cosa que no es fácil después de una semana de juerga, se da cuenta que divertirse dos semanas o un año o tres meses está muy bien, pero que divertirse toda la vida, para el que no nació ahí debe ser tan aburrido como laburar treinta años de oficinista en Ortauconquist o en la Tierra. Sí, disfraces, un cargamento de disfraces, caretas, antifaces, papel picado, serpentinas y globos, qué cosa. He vendido y comprado muchas cosas disparatadas en todos estos años, pero hasta entonces no había andado por ahí con cajones de máscaras y de lanzaperfumes. Yo ya conocía Edessbuss porque les compro la arcilla que ven­do en Dosirdoo IX donde fabrican las porcelanas, las lozas y las cerámicas más finas de todo aquel sector, pero nunca me había quedado más de un día o dos, lo suficiente para la compra y la carga. Gente simpatiquísima, siempre de buen humor, fáciles para hacer amistad. Tengo un par de excelentes amigos allí, El Dueño de los Vientos Fríos y El Domador Más Recio de la Pálida Estrella Pálida. Sin contar a La Duquesa de Bizcocho ni a La Chica Esplendorosa, que son dos tipas formidables. No, no, se llaman así, no son tí­tulos ni sobrenombres. A los doce años cada uno elige su nombre definitivo y como tienen sentido del humor e ima­ginación y todo está permitido, los resultados son estupen­dos. Y eso no es todo. Conocí al Gigante Azul y Glauco, al Endemoniado por las Mujeres, al Ángel Arcángel Ultrángel, a La Salvaje Capitana de las Nubes de Tormenta, al In­ventor de un Color Nuevo Cada Día, a la Emperatriz Obe­sísima, en fin, usted no lo creería. Claro, lo que pasó esta vez fue que hubo un inconveniente en Control de Vuelos en el puerto y me pidieron que suspendiera la partida, si podía, mientras ellos planificaban no sé qué de entradas, salidas y permanencias. Me quedé, por supuesto. Una se­mana de juerga, como le digo. Ahí me enteré que la cosa no había sido siempre tan fácil. Edessbuss fue un mundo inhós­pito, casi muerto. En serio: es el único que gira alrededor de Edess–Pálida, una estrella asesina. Desprende tanta ener­gía que quemaba plantas, animales, ríos y gente. Durante generaciones y generaciones, cientos, miles de años, los edessbussianos vivieron en tugurios semisubterráneos, pe­leando contra el calor, las sequías, las pestes, las inunda­ciones, el hambre, hasta que finalmente, con el ingenio agu­zado al máximo por tanta desgracia, inventaron el Techo. No, le dicen el Techo pero es una pantalla, una cubierta antienergía que rodea todo el mundo. Cuál es el principio teórico y cómo lo colocaron, eso no sé. Todos los que va­mos a Edessbuss y somos muchos, la mayoría a divertirse y algunos como yo a hacer negocios, la atravesamos sin in­convenientes, ni nos damos cuenta. La energía de Edess–Pálida no pasa, es decir pasa hasta cierto punto: lo necesa­rio para convertir a Edessbuss en un jardín lleno de lagos y de flores y de pájaros. Y entonces, como no podía ser me­nos, entonces desde hace quinientos años los edessbussia­nos se toman la revancha por todo lo que tuvieron que pa­sar los que vivieron antes del Techo. Todo el mundo se ríe, canta, baila, hace el amor, juega inventa diversiones y bro­mas. Y yo fui la víctima de una de esas bromas. Pero no les guardo rencor. Una porque no se puede, son demasiado buenos tipos. Y dos porque el resultado fue más que inte­resante. Si yo fuera un sentimental, y a lo mejor lo soy, di­ría que fue conmovedor. Sí, a eso voy. Como le decía, me quedé una semana, en un bungalow de un hotel a orillas del lago del Rebote Próspero en donde había que resignarse a dormir salteado porque todas las noches estaban de fiesta. Claro que no hay un lugar en Edessbuss en donde no estén de fiesta todas las noches, así que daba igual donde me alo­jara. Y sin embargo saben hacer negocios, le aseguro. Entre risas y exageraciones y chistes pero no se les escapa una, da gusto. No, yo ya había entregado la mercadería, los disfraces y todo eso, y ya me habían pagado y muy bien, por eso le comentaba de las ganancias excesivas. Claro que no estaban haciendo beneficencia sino dándome el dulce para el próximo pedido y entonces ya veríamos, pero como yo lo sabía y ellos sabían que yo lo sabía, todos nos aprove­chamos sin asco, ellos de los disfraces y yo de la guita y nos dedicamos a pasarla bien. El verdadero arte de la diversión, se aprende en Edessbuss: allí nadie rueda borracho" debajo de la mesa, nadie vomita por haber comido demasiado, a nadie le da un infarto por tratar de superar records en la cama. No hay peleas, nadie se agarra a tortas con nadie por una mujer porque total puede disponer de todas las que quiera. Y como ellas pueden disponer de todos los hombres que quieran, están de buen humor y son cada vez más lin­das y una de cuarenta le tira el chico al fondo con como­didad a una de veinte y las de setenta se pasean con aires de reinas del mundo y acceden, cuando tienen ganas, a en­señarles sutilezas a los de dieciocho. Pero sí, por supuesto que trabajan. Y estudian y miran por el microscopio y escri­ben novelas y dictan leyes. Como en cualquier otra parte. Solamente que el espíritu de la cosa es distinto: para ellos la vida no es una tragedia. Fue una tragedia, antes del Te­cho. Tampoco es una farsa; es una comedia alegre que siem­pre termina bien. Un juez puede largar una carcajada en medio de un juicio si el fiscal dijo algo que tenía gracia, y un físico atómico que es decano de una facultad puede pre­parar minuciosamente una cachada monstruo para sus alum­nos, y si el mayor de los chicos le sacó el auto al viejo sin su permiso, el viejo se mata de risa y le pone media docena de sapos al crío en la cama y se esconde en el placard a ver qué pasa. Le aseguro que cuesta acostumbrarse. El primer día uno no sabe para dónde agarrar. Al segundo empieza a reírse, Al tercero imagina alguna broma o inventa un chis­te, nada original todavía. Y al cuarto es un veterano. Cal­cule lo que era yo a la semana. Pero así y todo me hicieron pisar el palito. Esa última noche, para despedirme, El Do­mador Más Recio de la Pálida Estrella Pálida me llevóla una fiesta en lo de La Emperatriz Obesísima que tiene una es­pecie de Babilonia con jardines colgantes pero más chica y ahí me hicieron caer como un chorlito. A medianoche dije que me iba a dormir, fíjese que tenía horario para salir tem­prano al día siguiente. Ahí nadie lo trata de convencer a uno de nada y nadie lo contradice: la cortesía es otra cosa. Si uno quiere irse se va, si quiere quedarse se queda, y cuan­do el dueño de casa opina que la fiesta se terminó, dice has­ta luego a todo el mundo y todo el mundo se las toma y a nadie le parece mal. Dije que me iba y se amontonaron a darme las buenas noches. Un muchachito muy simpático, El Juglar Loco del Agua Mansa, me preguntó para dónde rumbeaba y le dije que de vuelta a casa después de pasar por Dosirdoo IX y Jolldana.

–Lástima –dijo– porque Gonzwaledworkamenjkaleidos queda muy cerca y es una plaza fabulosa para el comercio. Los otros estuvieron de acuerdo, demasiado de acuerdo y demasiado a los gritos pensé después, cuando ya era tar­de. Pero en ese momento no me di cuenta porque me había llamado la atención el nombre.

–¡Qué! –dije–. ¿Cómo se llama eso? –Gonzwaledworkamenjkaleidos –me repitieron. –Ahí se puede vender cualquier cosa –dijo La Salvaje Capitana de las Nubes de Tormenta–, y los cascabeles de plata que fabrican son lo más lindo que he oído.

Cascabeles de plata, sí, cómo no. Pero la cosa me tentó. Pregunté dónde quedaba y el marido de La Emperatriz Obe­sísima que se llama Escudo de Fuego Rugiente en la Noche, fue a buscar una guía de itinerarios. Me dijeron que en el puerto me iban a dar todos los datos y me preguntaron qué llevaba como para vender. Yo llevaba la arcilla, claro, pero eso era para Dosirdoo IX, y también llevaba anilinas, he­rrajes, y caños de plástico. Y medicamentos.

–¡Eso! –gritó El Juglar Loco del Agua Mansa–. ¡Eso siempre les hace falta! ¡Medicamentos!

–Vitaminas –dijo alguien.

–¡Tónicos –palmoteaba La Emperatriz Obesísima–, tónicos, tónicos, tónicos, tónicos!

–Jarabes para la tos, antidiarreicos, anorexígenos, neurolépticos, vasodilatadores, pomadas dérmicas, laxantes, antimicóticos –me tiraban a los gritos con todos los tipos de remedios que se les ocurrían y se reían, claro, cómo no se iban a reír.

Conseguí llevarme a uno de ellos, El Décimo–segundo Caballero de la Orden del Jubón a Cuadros, a un rincón, y preguntarle qué probabilidades había en el asunto. Me juró por su colección de gatos de bambú que en Gonzwa­ledworkamenjkaleidos podía vender lo que quisiera y sobre todo medicamentos porque se volvían locos con la medi­cina y no regateaban. Todo lo cual, lamento decirlo, era básicamente cierto, aunque en este caso los matices eran importantes. De modo que la colección de gatos de bambú del Decimosegundo Caballero de la Orden del Jubón a Cua­dros debe estar muy campante en su vitrina. Sí, al día si­guiente me fui al mundo ese. Dormí bien esa noche a pesar de la música y los bailes del hotel, compuse el itinerario en el puerto y me fui. Fueron a despedirme La Chica Esplen­dorosa con su uniforme de jefa de enfermeras, La Empera­triz Obesísima antes de ir al estudio, El Domador Más Re­cio de la Pálida Estrella Pálida, apurado porque tenía una reunión de directorio en la fábrica, El Juglar Loco del Agua Mansa muy imponente como cabo de Policía, y otros que no me acuerdo. El Decimosegundo Caballero de la Orden del Jubón a Cuadros mandó un mensaje porque estaba de guardia en el hospital. No gracias, sírvase usted, yo nunca le pongo azúcar. Claro que estaba cerca, llegué en seguida. Es el cuarto de un sistema de seis, el único habitado, bas­tante grande, y se mueve a una velocidad normal. Empecé a bajar y a señalizar buscando un puerto. No me contestó nadie. Y ni con eso me alarmé, vea qué idiota. Volé bajo, déle buscar un puerto, y nada. Me pareció raro, eso sí, pero no entré en sospechas: todavía estaba encandilado con el entusiasmo de los edessbussianos. Ya un poco con bronca, elegí una ciudad, chata, no muy grande pero sí la más gran­de que encontré, y bajé en el campo nomás, todo lo cerca que pude. Cuando me iba acercando al suelo, digamos dos­cientos, doscientos cincuenta metros, ¿con qué me encuen­tro? No se lo va a imaginar nunca. Con un aeróstato. Un globo, sí señor, parece mentira. Un globo más fulero que negro con moño, pintado de gris y con rayas más obscuras, como camuflado. Zas, estos tipos están en guerra, pensé yo y traté de acordarme si llevaba coagulantes, antibióti­cos y desinfectantes y si algo más podía servir en caso de lío. Yo armas no vendo, es en lo único que no transijo. To­do lo demás sí, desde ganado en pie hasta diamantes de Quitiloe. ¿Vio alguna vez un diamante de Quitiloe? Mi amigo, no sabe lo que se pierde. Al revés de los nuestros, cuanto más chicos más caros. Usted se explica por qué cuando le alcanzan uno y lo tiene en la mano. El más chico que yo vi medía dos milímetros por dos milímetros y pesaba cinco kilos y medio. Hay algunos que miden un metro de largo y no pesan casi nada. Si pasan del metro los usan como es­pejos pero amurados porque si no flotan. No, qué iban a estar en guerra. Me di cuenta ya antes de bajar y dejé de pensar en coagulantes. Pasé cerca del globo y vi que col­gaba una canasta de mimbre abajo y que adentro de la ca­nasta iban tres tipos con cara de susto que me miraban y me señalaban. Los saludé con la mano y les hice una gran sonrisa pero ni me contestaron. Sí, cómo no. ¿Usted no toma más? Bueno, gracias. Bajé en pleno campo, muy cer­ca de la ciudad. Sujeté en posición de despegue, precaución que tomo siempre que llego a un lugar por primera vez. Hice un equipaje provisorio, puse papeles y documentos porque uno nunca sabe dónde se los van a pedir, salí del cacharro, conecté las alarmas y me paré con mi valija de ma­no en medio de un potrero. Todo eso me llevó un buen rato pero yo había hecho las cosas despacio a propósito para darles a los tipos de la ciudad tiempo suficiente como para acercarse. ¿Quiere creer que no apareció nadie? Yo en esos casos entro a desconfiar. Me ha pasado otras veces, no crea. En Eertament, en Laibonis VI, en Rodalinzes y mucho me equivoco o en un par de mundos más. Claro que puede no ser hostilidad y ni siquiera indiferencia, sino una norma de buena educación, más bien rara para nosotros. En Laibonis VI por ejemplo, donde me evitaron cuidadosamente duran­te un día entero, era increíblemente una muestra de interés, deferencia, e incluso respeto. En cambio en Eertament las cosas empezaron así y terminaron mal, muy mal. Entonces tomé algunas medidas. No uso armas: no sólo no las vendo sino que no las uso. Pero tengo un aparatito muy útil que me regalaron hace años en Aqüivanida donde hay más ani­males que gente y algunos son peligrosos pero está prohi­bido matarlos, que se recarga solo, que se adapta a cualquier metabolismo y que hace estragos, reversibles y pasajeros, hasta que uno puede rajar. Lo fui a buscar, me lo colgué de la muñeca, agarré la valija y empecé a caminar para la ciu­dad. ¿Usted vio "La Kermesse Heroica"? Gran película. Ya les he dicho a los del Cine Club que me hago socio si me prometen que la dan una vez por año. ¿Se acuerda de las primeras escenas? Así era la ciudad. Se llamaba Gonzwaledworkamenjkaleidos. En serio, parece que uno no lo va a poder aprender nunca, pero eso es lo de menos. Los edifi­cios eran groseros, chatos, viejones, fulerazos. Las calles estaban sin empedrar y había puentecitos de piedra para cruzar las acequias. Los animales andaban sueltos. Había un mercado en una plaza y la gente estaba vestida del modo más estrafalario: algunos parecían mandados hacer para la kermesse heroica, otros eran como trogloditas con pieles y todo, alcancé a ver dos muchachos con jeans y remeras y había otros que parecían los hermanitos menores de Luis quince. Paré a un tipo que tenía puesto un delantal de cue­ro sobre el pantalón y una camisa anticuada y le pregunté dónde había un hotel. No había hoteles. Empezamos mal, dije. ¿Una posada? No había posadas. ¿Un albergue? No había albergues. ¿Un monasterio? Sí, oyó bien, un monas­terio, hágame caso, si alguna vez va a algún maldito lugar en el que no hay hoteles ni fondas ni nada, pregunte por el monasterio. No había monasterios.

–Pero entonces –le digo al tipo–, ¿dónde se mete al­guien que está de viaje?

–Tiene que pedir permiso en alguna casa –me dice, y se va.

Largué una discreta puteada por lo bajo y seguí cami­nando. Alrededor de la plaza ni pensar, mucho ruido. Aga­rré una calle de las que desembocaban en el mercado y ca­miné una cuadra. La gente me miraba pero les faltaba tiem­po para hacerse los desentendidos. Si no hubiera sido por­que todavía pensaba que podía vender algo, me vuelvo al cacharro y me voy. Pero siempre hay que asegurarse de que no se puede hacer nada antes de irse al mazo, yo sé lo que le digo. En eso veo a un tipo a la puerta de una casa ni me­jor ni peor que las demás y me acerco y le digo que me han informado que allí no hay hoteles y que si me puede dar alojamiento. Tome, fume de los míos, eso sí, son negros. El tipo me miró con curiosidad pero con una curiosidad digamos amistosa, y creo que hasta empezó a sonreírme. Pero se puso serio y me dijo que iba a consultar. Se metió para adentro y me dejó en la calle. Aproveché para mirar toda la cuadra y no vi nada nuevo, salvo una cara redonda en la ventana de la casa de al lado. La dueña de la cara me miraba sin disimulo y yo por si acaso le sonreí. La que se sonrió fue ella. No tuve tiempo de devolver el cumplido porque volvió mi posible anfitrión y me dijo que no, que no lo autorizaban. Así, nada de mire lo siento mucho pero. No, me dijo que no, que no lo autorizaban. Le dije que es­taba dispuesto a pagar el precio que pidiera y ni me con­testó y se metió de nuevo en la casa. Normalmente yo no hubiera dicho algo tan imprudente, pero aparte de que te­nía plata de sobra, estaba decidido a entrar contra viento y marea en una de esas casas y ver cómo se manejaban estos tipos tan desagradables, que volaban en globos y no tenían puertos ni hoteles. Di dos pasos para ir a probar suerte en alguna otra parte y en eso se abrió la ventana de la casa de al lado y alguien me dijo hola. Sí, era la dueña de la cara redonda. Menos mal, pensé, y yo también le dije hola.

–¿Qué le dijo mi primo? –preguntó ella.

–¿Su primo? –dije yo–. ¿Ese señor es primo suyo? –Claro. Todos somos primos en Gonzwaledworkamenjkaleidos.

–Ah, qué bien –atiné yo, un poco confundido.

–¿Qué le dijo? –Que no.

–¿Que no que?

–Que no me puede alojar.

Ella se largó a reír. Tenía una dentadura perfecta y era bastante linda, no muy joven, eso sí, y simpática. Por lo menos sabía reírse, no como todos ahí que andaban con cara de velorio, y cara de velorio, le aviso, era la expresión justa.

–Dígame señora –voy y le pregunto–, ¿usted no ten­dría lugar para alojarme?

–Yo sí –me dijo–, y mi primo también. Lo que pasa es que es un calzonudo. Espere que le abro.

Desapareció de la ventana y al ratito abrió la puerta y me invitó a entrar. Era una mujer de unos treinta y cinco a cuarenta años, no muy alta, generosa de cuerpo como de cara pero sin ser gorda. Dejé la valija en el suelo y me presenté.

–Yo soy Ribkamatia Gonzwaledworkamenjkaleidos –me dijo ella. Me quedé duro.

–¡Cómo! ¿No se llama así este mundo de ustedes? –Sí –me dijo–, y todos nos llamamos así: somos la fa­milia Gonzwaledworkamenjkaleidos.

–Vea –le contesté–, para mí eso es muy complicado. ¿Que tal si lo abrevio en González que es un apellido muy conocido en mi país?

Se rió y me dijo que ella no tenía inconveniente, y me mostró la casa. Por fuera era tan modesta, tan poco atrac­tiva como las demás. Pero adentro seguía la kermesse. Los pisos eran de baldosas blancas y negras. En las ventanas ha­bía cortinas de encaje; los muebles eran sólidos, obscuros, simples pero cómodos. Y había mucha madera y mucha loza blanca y cobre por todas partes y todo estaba limpio y brillante. Me gustó. Pero no había luz eléctrica. No, no había. No se moleste, yo me sirvo. Excelente café este. Sí, claro que me extrañó, pero he visto tantas cosas raras. Y uno aprende a no preguntar hasta que no llega el momento. La casa tenía tres dormitorios, el de ella con una enorme cama matrimonial. Esperé que el marido fuera tan amable y simpático como ella pero no necesitaba preocuparme por­qué al ratito me contó que era viuda y vivía sola. Me ofre­ció otro dormitorio que tenía una cama más chica pero bien provista, una cómoda con espejo, una mesa de luz, una butaca, una alfombra colorada y también cortinas de encaje en la ventana que daba al jardín del fondo. Le pregunté por el precio y me dijo una suma tan ridícula que me dio ver­güenza. Y además me preguntó si quería carne o pescado para el almuerzo.

–Pero señora –protesté–, creí que el precio era sola­mente por el alojamiento. Yo contaba con comer en un restaurante.

–No hay restaurantes –me dijo.

Tenía que habérmelo imaginado. ¿Adonde me habían mandado estos cretinos de Edessbuss? Un mundo sin ho­teles y sin restaurantes, sin pavimento, sin luz eléctrica, con gente triste y amedrentada que se desplazaba en globo, va­mos. Claro que tal vez necesitaran medicamentos. E incluso anilinas o caños de plástico, ya veríamos. No dije nada y le pregunté si me podía dar un baño. Me dijo que como no y me indicó una puerta al final del pasillo. Y me convirtió en su más decidido partidario cuando agregó:

–Mientras usted se baña le voy a preparar una taza de café bien caliente.

–Sin azúcar y sin leche, por favor –le advertí mientras me metía en el baño.

Qué baño, madre mía. No porque fuera lujoso ni sofis­ticado: mas bien parecía el baño de la casa de mi abuela materna, en la quinta de Moreno. Era enorme, con techo y paredes revestidos en listones de madera lustrada y piso blanco de baldosas. Los artefactos también eran grandes, muy grandes, de loza blanca, y la bañadera estaba sobre una tarima de madera. Las canillas eran de bronce y brilla­ban como los diamantes de Quitiloe. Había una ventanita cerca del techo y toallas blancas con flecos en las perchas. Abrí una canilla con desconfianza, pero al rato tenía la ba­ñadera llena de agua caliente y me daba el baño más nostál­gico de mi vida. Salí hecho otro hombre, al pasillo que olía a café recién preparado. Me fui a la cocina, que era gemela del baño, y Ribkamatia González protestó porque ella que­ría servirme en el comedor pero yo me senté a la mesa de madera blanca y me tomé el café que estaba bárbaro. Le pregunté si no me acompañaba pero me dijo que no toma­ba café: las mujeres suelen tener esa manía. Saqué un ciga­rrillo y debo haber vacilado un poco porque me dijo que no le molestaba que fumara, que ella no fumaba, que nadie fumaba en público en González, pero que yo era su huésped y a ella no le importaba. De modo que fumé y tiré la ceniza en un platito y hablé pavadas, y cuando terminé el café me convidó con otro, y cuando terminé el segundo café me pu­se a averiguar qué tenía que hacer para vender mi merca­dería. Ella no sabía, pero le parecía difícil la cosa. Lo pensó un momento y me dijo que fuera a hablar con el alcalde y me explicó adonde tenía que ir y me preguntó cuándo que­ría almorzar. Muy agradable que a uno lo atiendan así, pero me pareció un abuso y como la mañana se terminaba, le dije que a la hora en que almorzara ella, que yo iba a estar afuera una hora más o menos. Puso una cara de que no me creía mucho pero dijo que bueno y fue a lavar la taza. Me despedí y salí. El primo González estaba de nuevo en la puerta y me miró como hacía un rato pero no lo saludé. Me fui a la plaza, ubiqué el edificio de la municipalidad o lo que fuera, entré y dije que quería ver al alcalde. No me preguntaron qué quería ni me hicieron hacer antesala. Tam­bién, el alcalde no estaba haciendo nada. Estaba sentado frente a una mesa vacía y miraba desconsoladamente por la ventana. Nos saludamos, le dije quién era y él me dijo que era Ebvaltar González, bueno, no González sino Gonzwaledworkamenjkaleidos. Le expliqué que era comerciante y que quería un permiso de venta, y el tipo empezó a poner inconvenientes y a tartamudear. Entonces me saqué los medicamentos de la manga, es un decir, y le dije que tenía vi­taminas, tónicos, jarabes para la tos. Se le terminó el des­consuelo y le agarró el pánico. No, no, de ninguna manera, cómo medicamentos, yo estaba loco, eso no se podía ven­der ahí, no estaba permitido, qué barbaridad, como se me ocurría semejante cosa.

–Maldito sea El Juglar Loco de las Aguas Mansas –dije acordándome de la escena en casa de La Emperatriz Obesí­sima cuando ya me iba, y dándome cuenta, por fin, que todo había sido una broma de los amigos de Edessbuss; y aunque estaba enojado, casi me dieron ganas de reírme. – ¿Qué dijo? –me preguntó el alcalde.

–Nada, no se preocupe, no tiene nada que ver con us­ted –le contesté–. Pero dígame, ¿por qué no se pueden vender medicamentos acá? ¿Para proteger la industria far­macéutica local?

–No, no –tartajeaba.

–¿Todo el mundo goza de buena salud? –No, no –otra vez.

–¿Motivos religiosos?

–Por favor, señor, le voy a pedir, no se ofenda, ¿no?, le voy a pedir que se retire porque tengo una audiencia den­tro de cinco minutos.

Y ahí me di cuenta de otra cosa. ¿Cómo sabía el alcalde, aparte de que lo de la audiencia era macanas, cómo sabía lo de los cinco minutos si no tenía reloj ni había relojes en la oficina ni en toda la municipalidad, ni tampoco en lo de la señora Ribkamatia que con toda seguridad también era prima de él? ¿Cómo sabía? Pero lo dejé pasar.

–Está bien –le dije–, ya me voy. Pero supongo que si no puedo vender remedios podré vender herrajes o caños de plástico o anilinas.

–No sé, no sé –me dijo y me empujaba para el lado de la puerta–, no sé, habrá que ver si nos autorizan.

–¿Si los autorizan quiénes? –le ladré ya con la puerta abierta y a medias en el corredor–. ¿Usted no es el alcalde acá?

–Sí, por supuesto, sí –decía el tipo–, mañana le con­testo, vuelva mañana, ¿quiere? –y me cerró la puerta en el hocico.

Claro, me fui, qué otra cosa iba a hacer. Recorrí la ciu­dad, que no me llevó mucho tiempo, mirando todo y acor­dándome con rabia y un poco de risa de Edessbuss, miran­do las polleronas largas y abullonadas de las mujeres, los zuecos, los sayos y los calzones cortos de los hombres, mi­rando a algunos que iban con gorguera y sombrero empludo, mirando a otros con túnicas de lienzo barato y descalzos, mirando a esos que llevaban unas pieles cortonas como toda vestimenta, y sin saber a qué venía semejante mesco­lanza. A lo mejor eran extranjeros. Nadie parecía muy con­tento; ni los turistas, si lo eran. Calculé dónde se podría meter tanta gente, porque la ciudad estaba mucho más po­blada de lo que había parecido. Pensé que había muy po­cas casas para semejante cantidad de personas, pero no era asunto mío. Vagué un poco, preocupado con lo que sí era asunto mío, porque El Juglar Loco y La Chica Es­plendorosa y La Emperatriz y El Decimosegundo Caballero me habían hecho pisar el palito pero yo no pensaba irme sin haber vendido algo, aunque al final lo que hice fue re­galar algo, y dándole tiempo a Ribkamatia para preparar su comida que como yo no le había dicho nada vaya a sa­ber si sería carne o pescado. En eso me acerqué a la plaza y anduve entre la gente que vendía cosas a ver si había allí algún secreto. Si había, yo me iba a dar cuenta, hace más de veinte años que vendo y compro y conozco todos los trucos. Casi todos. Le puedo asegurar que no había nada raro. Se vendía y se compraba como en todas partes, pero solamente ahí en el mercado. No había otras tiendas o ne­gocios. Me hice el que quería comprar un cinturón, y des­pués de regatear un rato en el mejor estilo, le pregunté al dueño del tinglado cómo se hacía para conseguir un per­miso de venta.

–El alcalde, no sé, habrá que ver si puede, yo, claro, no sé, usted entiende –y se puso a mirar para otro lado.

Le compré el cinturón, pobre tipo, al fin y al cabo era un colega en desgracia, y aunque el cuero era berreta y la hebilla estaba torcida, pedía chirolas. Pagué y seguí cami­nando y del otro lado de la plaza elegí en seguida otro pues­to para seguir haciendo averiguaciones. Lo atendía una mu­chacha que vendía encajes, qué belleza. La muchacha, no los encajes. Tenía el pelo castaño atado en la nuca con un rodete y las orejas más lindas que he visto y mire que no es fácil encontrar orejas lindas, es como con las rodillas, y ojos castaños grandotes y una figura espectacular que se adivinaba bajo la pollera larga floreada y la blusa blanca muy cerrada y el cinturón ancho de terciopelo con balle­nas que casi era un chaleco atado con cintas que se cruza­ban adelante. Me fui arrimando despacito y me puse a mirar los encajes que me interesaban un corno hasta que entré en conversación y le dije que era de afuera y que cómo se llamaba ella y cuando le dije mi apellido me miró fijo y me dijo que ella se llamaba González, cuando no, y de nombre Inidiziba. Le ponderé el nombre y los ojos, y ya que estaba también las manos, pero a las orejas no me les animé por más que ganas no me faltaban de decirle algo, porque no parecía muy dispuesta a darme calce. Al final, después de mucha finta y mucho verso, cuando ya estaba por man­darla al diablo, conseguí que aceptara encontrarse conmigo a la noche. A la noche a qué hora, le dije, y me acordé de los relojes, mejor dicho de la falta de relojes.

–Cuando sea bien de noche –me dijo como si eso sig­nificara algo–, en el jardín de mi casa –y me señaló dónde quedaba y después por poco me echa a escobazos.

No le voy a decir que no, un buen café ayuda a pasar cualquier cosa, hasta el lío de los González, y este le corre parejo al que hacía Ribkamatia González, se lo aseguro y es mucho decir. Y como cocinaba. Del puesto de la enca­jera me fui derecho a su casa donde ya estaba la mesa pues­ta. En el comedor y para mí solo. Admití lo del comedor aunque estaba seguro que no se usaba nunca, pero no quise sentarme si ella no se sentaba conmigo a comer. Fue un al­muerzo espléndido. Pescado con verduras. Simple, ¿no? Déjeme que le diga que es así, con las cosas simples, como se ve la mano de la cocinera. Un plato complicado es enga­ñador: en el fondo puede haber nada más que una buena receta y mucha paciencia. Pero si un pescado al horno con verduras cocidas está como para ponérselo adelante a Su Majestad Serenísima el Emperador de la China sin peligro de decapitación o ahorcamiento, entonces la cocinera es una sabia y yo me saco el sombrero. Comí dos platos, yo, que sostengo que el mejor homenaje que se le puede hacer a una comida es levantarse de la mesa con hambre. Y de postre me sirvió una crema ácida con azúcar negra por en­cima, que el Emperador le regala a uno el título de Maestre de la Gran Muralla si llega a tener el privilegio de probar un bocado. Y me tomé no se cuántas tazas de café. Mientras ella se iba a lavar los platos le pregunté si no tenía un diario a mano. No me entendió. Periódico le dije, y nada. Le conté lo que era un diario. Como era de esperar, no había diarios en González. Me lo tenía merecido y me dije que me tenía que acordar de llevar a Edessbuss la próxima vez que fuera, varios kilos de bombones rellenos de laxante. No sería muy sutil pero correspondía exactamente a mi estado de ánimo y ellos también se lo iban a tener merecido, qué tanto. Así que me fui a dormir la siesta. Dormí hasta las seis de la tar­de: yo sí tenía reloj. Al salir de mi dormitorio oí que Ribkamatia González hablaba con alguien, con un hombre, en la habitación del frente, y me pareció que estaba enojada, muy enojada. Soy discreto. A veces. Me metí de nuevo en el dormitorio, esperé un par de minutos y volví a salir ha­ciendo mucho ruido pero ya no se oían las voces y ella me preguntó desde la cocina si quería un poco de café. Que le parece que le dije. Nos sentamos junto a una ventana, yo a tomar café y ella a coser, y me preguntó que tal me había ido con el asunto de las ventas. Claro, durante el almuerzo había estado ocupado alabándole al comida, que no le ha­bía hecho la crónica. Le conté y le dije que veríamos al día siguiente en la nueva entrevista con el alcalde. Suspiró y dijo que su primo el alcalde era una buena persona pero que no tenía carácter, por eso era alcalde. Me pareció una observación contradictoria pero no discutí.

–Es una verdadera desgracia, señor Medrano –me dijo–, una verdadera desgracia.

–¿Que su primo el alcalde no tenga carácter? –pregunté.

–No, no –me dijo sin sacar los ojos de la costura–, ha­blo en general.

Más que discreto creo que soy oportuno. Eso es, opor­tuno. Se quedó un momento callada y yo no pregunté nada porque se me hacía que iba a seguir hablando. Dio unas puntadas, cortó el hilo con una tijera de hojas muy finas y muy largas, enhebró otra vez la aguja y, clavado, siguió:

–Porque imaginese todo lo que podría hacerse aquí, to­do lo que ya podríamos tener porque gente capaz no es lo que falta, con esos muchachos que se sacrifican estudiando, investigando, inventando y probando cosas a escondidas. Yo no sabía de qué estaba hablando y ella suponía que sí, y esta vez tampoco pregunté, no de discreto sino porque me sentía demasiado en paz y algo iba a empezar a funcio­nar mal si yo metía la pata.

–Luces –dijo ella–, luces eléctricas y hasta atómicas, automóviles, aviones, inyecciones, submarinos, teléfonos, televisión, hospitales, máquinas de coser, todo eso. Y lo único que podemos hacer es enterarnos de que existen en otros mundos gracias a lo que pueden averiguar y hacer sa­ber en secreto los malos hijos –me miró–. ¿Todavía no se pusieron en contacto con usted?

–¿Quiénes? –pregunté como un idiota.

–Los Malos Hijos –esta vez me sonó correctamente, con mayúsculas. Ella se había levantado a encender dos lámparas de acei­te.

–Ah –dije un poco vacilante que ni las llamitas de las lámparas–. No, no, todavía no.

Volvió a la costura.

–Ya los va a encontrar. Pobre gente, hacen todo lo que pueden.

Cosió otro rato, callada, y yo tampoco hablaba. Después dejó la costura y se levantó. Ya era de noche, bien de noche.

–¿Qué quiere que le prepare de comer? –me preguntó. –Vea señora –le dije–, déjeme preparado algo liviano, porque ahora voy a salir y no se a qué hora voy a volver. –Ah –dijo con una sonrisa cómplice. Después supe que ella no había estado pensando en la chica de los encajes ni en ninguna chica, sino precisamente en los Malos Hijos.

–Le voy a preparar un huevo relleno –dijo y se fue para la cocina.

Un huevo relleno era tomar demasiado al pie de la letra lo de algo liviano, pero no era un huevo de gallina ni de un animal del tamaño de la gallina, sino un huevo de plasco. El plasco es un mamífero ovíparo parecido al farfarfa de Pilandeos VII, así que imagínese el tamaño del huevo: no pude comer ni la mitad. Pero como no; eso sí, me gustaría que me acompañara. No, yo gastritis jamás. El día que me de gastritis tengo que parar definitivamente el cacharro. Hay lugares en los que no se puede andar eligiendo la comi­da: en Emeterdelbe por ejemplo, o uno digiere las malditas tortas, tortas de sede, tortas de felepés, de estelte, de resne, tortas de todo lo que se pueda imaginar, siempre fritas en grasa de pelende, o uno se muere de hambre. Y en Mitramm hay que tener un estómago de fierro para aguantar la carne de... ¿Eh? Sí, me imagino, yo también estaba intrigado. Así que le dije hasta luego y fue a la puerta a despedirme, con los cachetes sonrosados por el calor de la cocina a leña. Se me ocurrió que debía haber sido una belleza cuando joven, no hacía mucho, y le eché una mirada de aprobación y co­mo no era sonsa se dio cuenta y se rió de mí. Tal vez tam­bién se rió porque le gustó que la mirara así. Me fui. Atra­vesé la plaza en la que había a pesar de que ya era de noche una enorme cantidad de gente que parecía no estar hacien­do nada. Todo estaba obscuro, salvo por alguna antorcha en alguna esquina. Yo llevaba una linterna y por supuesto el freno de Aqüivanida sujeto a la muñeca. No, yo le digo el freno por el efecto que hace; ellos le llaman recensor apical molecular, ram. Llegué a la casa de la chica, di la vuelta, salté el tapial y me metí en el jardín. Me pareció que no ha­bía nadie. Era un jardín descuidado, no como el de Ribkamatia, y me metí detrás de un arbusto que necesitaba con urgencia las tijeras de podar y esperé. Casi me duermo pa­rado. Como a la media hora o más, sentí que alguien me agarraba del brazo. Debía haberse acercado como un gato porque yo no había oído pasos. Del julepe no alcancé a ma­notear la linterna ni el freno. Pero me pegaron un chistido: era la belleza de los encajes.

–Hijita –le dije–, pisas con más cuidado que equilibrista gordo. No te oí llegar.

Me apretó el brazo de nuevo y me chistó de nuevo y me llevó a tientas a un rincón en donde había un banco mien­tras yo pensaba con qué me convenía empezar, si con el arrime sentimental o con el hábil interrogatorio; me pareció que lo mejor era combinar la información con el placer. Pe­ro no hubo caso por ninguno de los dos lados. Por el lado del placer no pude, ya no digo llevármela a la cama que era lo que cualquier tipo normal hubiera querido hacer, sino ni siquiera tocarle el meñique de la mano izquierda, porque era hosca, desconfiada, un poco tonta, y tenía miedo. Y por el lado de la información, por esos mismos motivos no quiso decirme nada y hasta sugirió que yo le estaba toman­do el pelo o que quería hacerla caer en una trampa. Todo lo que pude saber fue que no me dejaba ni acercarme ni cantarle mi amor eterno y que no quería contarme nada porque su abuelo, su abuela, su bisabuelo y sobre todo su tatarabuela, se lo habían prohibido.

–Caramba –le dije–, qué familia de longevos la tuya. Se enojó. Se enojó tanto que hasta hizo ruido al levan­tarse del banco y me dijo que me fuera inmediatamente. No la pude convencer ni prometiéndole que me iba a man­tener a cinco metros de distancia. Y bueno, pensé, que se muera, la que se embroma es ella. Ya ni siquiera le tenía ganas, tenía ganas de una mujer pero no me hubiera acos­tado con esa pavota por nada del mundo. Lo que estaba era cada vez más intrigado, y con eso también me tuve que ir en ayunas. La chica me dejó plantado y corrió para el lado de la casa y yo entonces agarré para el tapial. Y en eso veo que no habíamos estado solos: había una mujerota con cara de víbora que no podía ser la tatarabuela porque no era tan vieja, cerca del lugar en el que yo había estado escon­dido, y dos tipos, uno sí lo bastante viejo como para ser su abuelo, y otro más joven, y los tres tipos me miraban con ojos de verdugos. No esperé a ver quiénes eran o qué que­rían. Salté el tapial y me fui con la bronca del mundo. Las casas estaban obscuras y cerradas pero las calles y la plaza estaban llenas de gente silenciosa que iba y venía o se sen­taba en los bancos o se paraba en las esquinas y miraba pa­ra todos lados. Ribkamatia había dejado una lamparita de aceite ardiendo en el hall. La agarré y me fui a la cocina donde ataqué el huevo de plasco que estaba riquísimo pero era demasiado para mí: nunca como en exceso y menos antes de irme a dormir. Será por eso que no tengo gastritis. En eso hubo un ruido de pasos en el corredor obscuro y apa­reció ella y me dijo que me había estado esperando para poner la mesa. Le agradecí pero le dije que no lo volviera a hacer y nos sentamos en la cocina y despanzurramos lo que pudimos del huevo relleno. Se moría de curiosidad pe­ro no me preguntó nada y yo no estaba de humor para con­tarle el chasco que me había llevado. Me hizo café y me lo tomé y me sentí mejor. Dije que me iba a acostar y ella se levantó. Agarré la lámpara y enfilé para el dormitorio. Abrí la puerta, le di las buenas noches y allí mismo hice lo mejor que había hecho en mucho tiempo: levanté la lamparita de aceite para verla bien y con la mano libre le acaricié la cara. Ella me hizo una sonrisa dulce. No me gustan los adjetivos pero la sonrisa era dulce, qué quiere, dulce y plácida. Ella abrió la puerta de su habitación y yo no iba a ser tan lerdo como para meterme en la mía. Sí, dormí con ella, lo que dormí, que fue lo justo. Ninguna vendedora de encajes, ninguna chica por esplendorosa que fuera, ninguna ama­zona, ninguna señorona aburrida de su marido viejo, nin­guna adolescente ni reina de ocho reinos ni profesional ni esclava, ni actriz ni conspiradora hambrienta ni nada, nin­guna encontré, de ninguna me acuerdo que supiera como ella lo que quería un hombre en la cama, no un macho, un hombre, Por lo que hubo esas noches entre los dos, podría­mos haber estado casados desde hacía años y años y po­dríamos habernos acostado juntos cientos de veces, cada una como la primera o la segunda, y todo iba a andar siem­pre bien y no habría por qué preocuparse. Como será que no me gusta hablar mucho de ella. Era ya casi de madrugada cuando me quedé bien dormido, y me pareció que no ha­bían pasado ni cinco minutos pero debía ser tarde porque el sol empezaba a entrar por las rendijas de los postigos, cuando me despertaron un ruido y un grito. Me senté en la cama y vi a un tipo con la cara torcida y congestionada por la rabia, parado en la puerta abierta. Ribkamatia abrió los ojos pero no se asustó: solamente lo miró como dicien­do ufa ya venís a joder de nuevo mientras el coso resollaba con la mano en el picaporte. Ella le dijo muy tranquila:

–¿Y ahora qué pasa?

El la insultó prolijamente pero sin usar ninguna palabra que no hubiera podido decir el arzobispo de Santiago de Compostela un jueves santo por la tarde. Me hizo acordar a un cura que nos daba religión cuando yo era chico. Yo estaba, como usted comprenderá, en inferioridad de con­diciones: desnudo, medio adormilado, en casa ajena y en cama ajena y sin saber qué derecho tenía el vociferante ese para entrar al dormitorio. No me gustó que la llamara in­munda pecadora y otras cosas de laya bíblica, de manera que me levanté y lo insulté yo a él pero sin cuidar las palabras, al contrario. El tipo ni me hizo caso, parecía que la cosa era con ella, y tanto que se acercó a la cama e hizo ademán de pegarle. Ah no, mi amigo, delante mío no: si alguien le quiere pegar a una mina y la mina es tan estúpida como para dejarse, no es cosa que a mi me importe, pero que yo no ande por ahí porque se arma. Lo agarré del hom­bro, lo hice dar una vuelta y le encajé una trompada. Trastabilló y se me vino al humo. Era más bajo y más corpu­lento que yo, pero si él estaba enojado, yo estaba más eno­jado que él. Le di un par de tortas y le amagué con otra a la cara buscando que se cubriera para alcanzarlo en el estó­mago, tirarlo al suelo y patearle la cabeza. Sí, estaba furioso y cuando estoy furioso no soy un caballero del ring. El tam­bién estaba furioso, claro, pero por el costado teológico, y no hay nada como la teología para quitarles eficacia a los puñetazos, así que yo llevaba las de ganar. El se dio cuenta y manoteó la tijera larga que estaba sobre la cómoda y se me abalanzó. El tampoco era un caballero del ring, lamento decirlo, que en paz descanse. Lo agarré de la muñeca se la retorcí hasta que crujió, y le quité la tijera. Se me tiró en­cima, coraje no le faltaba, y yo paré con la derecha pero en esa mano tenía la tijera. Se la hundí hasta el fondo en me­dio del pecho y el tipo cayó. Me quedé helado. Y más cuan­do la miré a Ribkamatia creyendo que la iba a encontrar medio desmayada, pálida y tapándose la boca con la mano, y vi que estaba lo más bien: fastidiada le diría, impaciente, pero no asustada. Tal vez yo no haya matado alguna vez, no le digo que no y tampoco le digo que sí, pero si en algo creo es en el non possumus. Durante un segundo cargué con todas las culpas de todos los sentenciados al castigo eterno, y al segundo siguiente, cuando lo miré al tipo muerto en el suelo, vi que se levantaba, casi como si no hubiera pasado nada a no ser por la tijera clavada a la altura del corazón, y vi cómo se la arrancaba sin dejar rastros de la herida, sin herida, ¿se da cuenta?, y cómo se sacudía la camisa y los pantalones y cómo dejaba la tijera sobre la cómoda y se iba mirando para atrás y mascullando cosas, más insultos creo, aunque yo no lo oía. La puerta se cerró y yo me senté en el borde de la cama.

–Este imbécil no aprende nunca –dijo Ribkamatia y me pasó la mano por la cabeza.

–Quién es –le pregunté.

–Mi marido –dijo ella.

La miré, a ella, tan linda y fresca, tan linda:

–¿Pero vos no sos viuda? ¿No está muerto tu marido?

–Claro que está muerto –dijo–, y ya le he dicho mil ve­ces que yo no soy una flojona y que a mí no me va a seguir mandando, ni él ni ninguno.

–Ribka –le dije sintiéndome de repente perfectamente tranquilo–, quiero que me expliques cómo un muerto pue­de estar vivo y venir a pelear con el amante de su viuda.

–El es igual a todos –dijo ella–, no lo puede evitar el pobre.

–Todos los muertos están vivos –dije.

–Están muertos pero es como si estuvieran vivos –y me miró un ratito sin decir nada–. Entonces, ¿no sabías?

–No –le dije–. Creías que yo sabía pero no. ¿Quiénes son los Malos Hijos? ¿Qué son los muertos? ¿Zombies? ¿Vampiros? ¿Por qué no hay electricidad ni relojes? ¿To­dos los que andan por la calle están muertos? ¿Por qué no puedo vender medicamentos?

Se rió. Me abrazó, me hizo acostar otra vez al lado de ella y me contó. En González la gente se moría como en cualquier otra parte, pero no se quedaba finada y quieta en el cajón como un difunto bien educado. Ni siquiera ha­bía cajones. Tampoco nichos ni panteones ni cementerios ni funerarias, para qué. Los muertos se levantaban al ratito nomás de haberse muerto y se dedicaban a joder a los vivos. Se morían en broma: se les paraba el corazón y la sangre no circulaba y no había más funciones vitales, pero ahí estaban, en las calles, en la plaza, en el campo, o instalándose de a ratos en la casa de la familia o metiéndose quién sabe dónde. Solamente que no eran distintos nada más que en lo fisiológico. Distintos por rabia o por resentimiento, por muerte: ellos querían que las cosas siguieran como cuando ellos estaban vivos y por lo tanto querían qué los vivos vivieran como los muertos. No permitían que pasara na­da que alterara la vida que ellos habían conocido. Con los antepasados comunes siempre entre ellos, así como quien tiene una tía abuela sorda viviendo en el altillo de la casa, era lógico que todos siguieran siendo de la misma fa­milia, y que todos fueran primos y que todos se llamaran González. Claro, como había muertos muy antiguos, las caras de monos envueltos en pieles, pero también había muertos recientes, los nuevos transaban con algunas cosas que a su vez, cuando estaban vivos, habían conseguido im­poner en contra de los deseos o las órdenes de los muertos que ellos habían tenido que aguantar. Por eso había agua corriente por ejemplo. Pero no había médicos ni hospitales ni remedios porque los muertos querían que los vivos pa­saran cuanto antes a ser muertos. Y cuanto menos romance hubiera mejor, menos matrimonios, aunque qué tiene que ver el romance con el matrimonio es algo que no alcanzo a comprender como no sea un riesgo que hay que saber cuer­pear, pero los muertos tienen una idea muy particular al respecto, menos hijos, menos vivos. En suma, que González iba camino de ser un mundo de muertos. A eso iba: hace cientos de miles de años pasó por ahí un cometa y la cola rozó a González y parece que le gustó la vecindad porque vuelve cada cinco años. No me acuerdo como se llama el cometa ni si tiene nombre: probablemente no porque no tuvo nombre la primera vez que pasó. Cada cinco años re­nueva el fenómeno de supresión de algunas características de la muerte, pudrirse decorosamente por ejemplo y no apa­recer más por ningún lado como no sea en la mesa de tres patas de algún chanta. Por lo menos esa fue la explicación que me dio Ribka y que todos aceptaban como buena. No parece haber otra: debe haber algo en la cola de ese cometa y no tengo interés en averiguar qué es. No me lo imagino a Dios Padre decretando que los muertos de González tie­nen que seguir jodiendo a los vivos para toda la eternidad. ¿Los Malos Hijos? Los que contestan mal y desobedecen a papá y a mamá, los rebeldes, los que conspiran, y usted re­conocerá que no es fácil, contra los muertos. Organización clandestina pero no mucho porque no se puede hacer nada totalmente escondido de tantos muertos entre los cuales algunos fueron Malos Hijos cuando estaban vivos; organiza­ción que trazaba planes, favorecía el estudio, la resistencia, la investigación y la curiosidad. Volaban en globos, ¿se acuerda?, para coordinación e información de ciudad en ciudad, pero en secreto. Cada vez que los muertos encon­traban un globo lo destrozaban. Yo había pescado a uno que no había alcanzado a bajar antes que amaneciera y me había parecido que estaba camuflado. Estaba camuflado. No, por supuesto que no, los muertos no eran superhom­bres, no contaban mas que con las facultades que habían tenido estando vivos: no podían impedir que llegara gente de afuera, pero podían obligar a algunos de los vivos, a los calzonudos como decía Ribka, a que no les dieran bola, ni los alojaran, ni les dieran de comer ni les facilitaran nada. Los que llegaban se iban lo más pronto posible. Pero los Malos Hijos conseguían hablar con ellos y tener noticias de lo que hay en otros mundos. Es que los muertos amenaza­ban a los vivos con matarlos si nos les obedecían. Parece sin embargo que no podían hacerlo, que nunca un muerto había matado a un vivo, de otra manera González estaría poblado de muertos desde hace siglos. Es posible que no pudieran. Pero por si acaso los vivos obedecían; No todos: fíjese en Ribka y en los Malos Hijos. Y los vivos no querían pasar a ser muertos, uno porque a nadie le gusta morirse y otro porque sabían en que se convertirían. Ya ve, el miedo perfecto. Sí, esa gente rara que había por la calle estaba muerta y los que encontré en el jardín de la chica de los encajes estaban muertos. La mujer no tan vieja era la tatara­buela que había muerto a los cincuenta y ocho años, y el tipo más joven era el bisabuelo que había muerto a los treinta y siete y el viejo más viejo era el abuelo que había muerto a los setenta y seis. Muchos de los vivos se dejaban manejar por los muertos, como el alcalde y la chica de los encajes y el vecino de Ribka. Pero otros no. Peleaban como podían, pero peleaban. Y yo, que como dice mi amigo Jor­ge que es poeta pero buen tipo, soy un romántico y me duele el pecho con dolores fuertes ante ciertas cosas, yo, que había pasado con Ribka la noche más linda de mi vida, salí al ruedo a pelear yo también. Me senté en la cama y le dije:

–Ribka, vamos a hacer el amor otra vez, porque me gus­ta hacer el amor a la mañana y me gusta hacer el amor y me gusta con vos, y después vamos a bañarnos juntos y a tomar café juntos y nos vamos a emperifollar y vamos a ir a buscar a los Malos Hijos pero antes vamos a pasar por el cacharro.

Me gustaba como se reía. ¿Quedará un poco de café? Gracias. Eso quizá sea también un abuso pero la ocasión lo merece, contando estas cosas. Cuando salimos a la calle estaba el primo González en la puerta de al lado y yo me le acerqué, le di la mano y le dije hola que tal como está, lin­da mañana, ¿no le parece? y él me miró como si yo me hu­biera vuelto loco y nos fuimos caminando Ribka y yo. No solamente mercadería llevo en mis viajes. Llevo de todo, si le cuento no termino más. Abrí el cacharro y ahí nos meti­mos y empezamos a revolver. Le di a ella dos relojes, uno de pulsera para que usara y otro para su casa, y empaqueté un reloj grande para la municipalidad porque el gobierno, aunque sea municipal, tiene que dar el ejemplo. Ella no tenía miedo y los iba a usar, pero al otro le dije que lo guar­dara, que no lo iba a tener que tener escondido mucho tiempo. Le regalé un vestido corto de seda amarilla muy escotado y sin mangas, que le había encargado que me com­prara a una amiga de Sinderastie para regalarle a la hija de un comerciante de Dosirdoo IX al que le debo atenciones. Le regalé una batidora eléctrica jurándole que la iba a poder usar. No, no estaba seguro todavía, pero era razonable pen­sar que sí, y sobre todo, yo quería creer que sí. Y le regalé un diamante de Quitiloe. Quizá ya lo haya vendido como le aconsejé, y se haya ido en un crucero de lujo de vacacio­nes a Edessbuss y a Naijale II y a Ossawo. O quizá lo haya guardado porque yo se lo di. Las dos posibilidades me gus­tan. De ahí, cargados con los paquetes, nos fuimos, dando muchos rodeos, a una casa de las afueras de la ciudad, don­de ese día se reunían los Malos Hijos. Ella estaba en con­tacto con ellos, no formaba parte de la organización porque era demasiado independiente y no aceptaba directivas ni de los muertos ni de los vivos, pero conocía cada lugar en el que se reunían y que por precaución cambiaban todos los días. Dé vez en cuando los muertos los encontraban, pero en general se las arreglaban bastante bien. Buena gen­te, algunos de ellos desesperados, pero todos cabezas duras y luchadores. Ribka les habló de mí y resultó que esa mis­ma mañana ellos me andaban buscando en la ciudad. Les dije que necesitaba hablar con ellos, que cuantos más fueran mejor, y que por una vez no se preocuparan de los muer­tos. Se las arreglaron para hacer llamar a todos los que pu­dieron y para mediodía había un grupo imponente, casi parecía una manifestación. Me subí a una mesa y dije rápi­damente porque ya avisaban los centinelas que se acerca­ban los muertos, lo que se me había ocurrido. Pescaron la idea en seguida y al rato había allí una gritería infernal. Yo quise calmarlos pero era muy difícil y entonces dije qué me importa, será la primera vez que estén contentos. Y esperaba que no fuera la última. Los muertos llegaron y empe­zaron a husmear y a amenazar pero el clima había cambia­do. Nadie les dio mucha pelota como no fueran algunos muchachos que les gritaron cosas, no precisamente piropos. Lo que puede la esperanza, mi Dios. Se habían vuelto, no digo valientes porque siempre lo habían sido, sino animosos y hasta alegres. Ribka se volvió a su casa, yo la besé y le dije hasta luego, y me fui al cacharro con una delegación de los Malos Hijos. Arranqué para el lado de Edessbuss. Y allá llegamos, en plena fiesta de carnaval. Los que termina­ban el turno de trabajo en el puerto, se ponían los antifaces y los trajes de El Zorro y El Bucanero Invencible, agarra­ban las serpentinas y el lanzaperfumes y se iban a bailar. Fue un lío encontrarlo al Juglar Loco del Agua Mansa pero nos apostamos en su casa después de recorrer una docena de milongas, y lo esperamos. Llegó con una odalisca y una bailarina húngara, muy lindas, muy pintarrajeadas, pero no tenían nada que hacer con Ribka. Sí que se extrañó de ver­me, pero me recibió como se recibe a los amigos en Edess­buss. Ahí nomás le dije que le iba a hacer pagar la cargada de vender medicamentos en González. Para empezar, él me tenía que poner en contacto con los encargados del Techo. El pobre, todo enlatado, disfrazado de robot, no entendía mucho, pero le presenté a los Malos Hijos y le dije que ellos necesitaban unos informes. Urgentemente, le dije. Entra­mos. Se bañó, se cambió, las dos minas se tumbaron a dor­mir en un sofá y nos fuimos. Al Instituto Superior de Tec­nología y Protección del Ambiente. Allí, delante de unos cuantos individuos muy amables que no estaban disfrazados pero rae juego la cabeza a que lo habían estado hasta me­dianoche por lo menos, expusimos el caso de González, que todos conocían, algunos bien, otros mejor o peor. Y yo propuse la solución, temblando, no fuera que me dijeran que no se podía hacer. Pero dijeron que sí. No sólo dijeron que sí sino que se entusiasmaron y empezaron a tocar timbres llamando a ingenieros, proyectistas, calculistas, ecólo­gos y yo que sé qué más y una hora después estaban dibu­jando y sacando cuentas como locos. No le robo más tiem­po: al día siguiente nos volvimos a González, y detrás de mi cacharro, que el pobre parecía un pez guía raquítico de­lante de tres tiburones gigantes, venían tres cruceros pesa­dos llenos de técnicos, obreros y material. En González me fui a la casa de Ribka y me desentendí del asunto. Hice el amor con ella esa mañana, esa tarde y esa noche y todas las noches siguientes, pero después de la primera la tuve que convencer para que se sacara el reloj de pulsera porque te­nía la espalda llena de rasguñones. No, el marido no apare­ció. No porque me tuviera miedo: los muertos de González ni tienen miedo ni nada; es que estaría ocupado tratando con los otros muertos de impedir que los técnicos de Edess­buss hicieran lo suyo. Mi amigo, se imaginará que si los edessbussianos han puesto una cubierta sobre su propio mundo, poco es lo que les cuesta extender otra alrededor de campamentos y hombres si no quieren que nadie los mo­leste. Y yo tenía el freno de Aqüivanida, no se olvide. Con el freno neutralicé media docena de intentos, que de todas maneras no hubieran quedado en nada, de los González muertos contra los González vivos y de ahí en adelante los beneméritos antepasados se quedaron en el molde y se re­signaron a ser como los muertos de otros mundos. El freno funcionaba también con los muertos precisamente por eso, por la falta de metabolismo. Una semana. Sí, nada más que una semana les llevó envolver a González en un Techo no antienergía, sino anti–cola de cometa. A la semana se fue­ron dejando todo listo y González cantó y bailó por pri­mera vez en un millón de años. Y yo también me fui. Fal­taban dos años para que el cometa volviera a pasar. Si la cola no tocaba a González, y no lo iba a tocar porque los edessbussianos juraban que la cola de cualquier cometa era una risa al lado de la energía de Edess–Pálida, los muertos se iban a morir de veras, y con los que murieran después iban a alimentar gusanos y malvones como cualquier muer­to que se respete, en cementerios ordenaditos y llenos de cipreses y de placas rimbombantes y de saludables llantos. Vi antes de despegar el primer destello del Techo que ya funcionaba. Supongo que seguirá funcionando. Supongo que los muertos habrán ido desapareciendo. Supongo que Ribka tendrá una máquina de coser eléctrica y una araña de doce luces en el comedor, que usará la batidora y el re­loj, los relojes. Supongo que la tatarabuela ya no estará ahí para cuidarle la virginidad a la chica de los encajes. Supongo que habrá aviones y aspirinas. Supongo que Ribka se acor­dará de mí. Sí, gracias, nunca digo que no a un café tan bueno.



1 comentario:

Camila dijo...

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