martes, 9 de febrero de 2010

La Muerte de Arquímedes

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Walter Erwes


Walter Erwes, nacido en Gotinga el año 1941. Ter­minados sus estudios jurídicos, ocupa actualmente el cargo de juez en Bremen. Aparte de la ciencia fic­ción cultiva también la lírica. Der Tod des Arquimides («La Muerte de Arquímedes») fue publicado en 1969.

Berkeley, California, en el año 2033 d. C.

—¿Y usted espera de este experimento unos re­sultados especiales, Jordan?

El doctor Vance no se esforzó en disimular su escepticismo.

—En efecto, los espero —replicó el profesor Robert Jordan de cara a su colega de Harvard, que echó una mirada llena de curiosidad a las hojas de eva­luación de la prueba previa.

»Mire, Vance —prosiguió Jordan—, desde que me dedico a la materialización psicosomática, nun­ca había encontrado un sujeto de experimentación con un potencial psi tan extraordinario. Como verá por los documentos, Toran Lenning posee el mayor factor mnésico que se conoce y, además, dispone de una fuerza imaginativa casi ilimitada y precisa.

El colega de Harvard parecía dudar todavía. Con gesto indeciso volvió a dejar los papeles sobre la mesa.

—No sé qué decirle, Jordan. Yo he perdido un poco la esperanza, después de realizar centenares de pruebas. Temo que siempre suceda lo mismo: el individuo sometido a experimento es sofronizado, se le inyecta la droga inhibidora y, después, viene la paulatina reanimación tras la cual el hombre nos explica, bajo hipnosis, cómo, durante el sitio de Toulon por las tropas napoleónicas, contrajo matrimonio con la hija de un pastelero, sin olvidar todos los de­talles de la noche de bodas.

—Y él mismo se asombra de esos detalles, cuando pasada la hipnosis escucha sus propias confesiones en cinta magnetofónica —le interrumpió el profesor Jordan, riendo a la vez que sacudía la cabeza—. No puede negar que estamos sólo al principio del cami­no, pero recuerde que, si bien en cuanto al tiempo dependemos totalmente del azar, ya contamos con interesantísimos conocimientos de la antigüedad. ¿Qué me dice, si no, de los descubrimientos sobre la historia de los mayas? Claro que la investigación histórica psicosomática es trabajo difícil, una especie de rompecabezas para el que hay que pescar las di­ferentes piezas en un lago gigantesco. Sin embargo, es indiscutible que estamos bien encarrilados. No olvide, además, que nuestros colegas del siglo pasa­do consiguieron únicamente unos mosaicos muy in­completos, aunque hay que tener en cuenta que ellos disponían sólo de unos hallazgos arqueológicos que ofrecían escasa garantía y, además, de unas fuentes de información poco fidedignas. Es precisamente la originalidad de nuestros resultados lo que permite que la actual investigación histórica se distinga tan­to de la del siglo XX.

El profesor Jordan se había entusiasmado ha­blando, pese a saber que, en el fondo, también Vance era un ardiente defensor de la indagación histó­rica por medio de la psicosomática. Como otros grandes descubrimientos, también el método psicosomático, que hacía revivir recuerdos históricos exac­tos en personas sometidas a hipnosis por su propia voluntad, había producido un revuelo mundial en la prensa y la televisión. Pero al ver que los recuer­dos explicados por las personas en estado de hipno­sis, después de permanecer adormecidas durante una o dos horas, presentaban lagunas y frecuentemente se referían a cosas que no guardaban relación con ningún acontecimiento histórico importante, el en­tusiasmo general había decaído. La gente estaba acos­tumbrada a leer en los periódicos, de vez en cuando, «relatos verídicos» de la época de los incas o de las guerras púnicas, pero los evidentes defectos de tales informes y su falta de coherencia hicieron que esos artículos, como había sucedido con sus predecesores científicos del siglo XX, pasaran pronto a las últimas páginas de los diarios, si no se veían limitados a ciertas publicaciones especializadas.

El profesor Jordan se inclinó un momento sobre sus papeles.

—Toran Lenning constituye una gran esperanza, Vance. Créame —continuó—, quizá sea el primer hombre capaz de describirnos de forma precisa y ordenada una vida histórica. En mi opinión, la es­casez de los resultados obtenidos hasta ahora es consecuencia de las personas de las que nos servimos. Además, nunca interrogamos a nadie por segunda vez, en estado de hipnosis...

—Lo sé, Jordan, lo sé. Es posible que, mediante un nuevo intento en el mismo individuo diésemos un paso adelante, pero las experiencias hechas con la droga inhibidora en el análisis psicohistórico nos impiden repetir el intento. Y no olvide que, por aho­ra, nadie se ha mostrado dispuesto a someterse a una segunda prueba, pese a que los sujetos de expe­rimentación no recuerdan absolutamente nada des­pués de la sesión, y sólo saben lo que nosotros les explicamos.

Vance calló.

—Tiene usted razón. Es curioso que los sujetos de experimentación no recuerden nada y, sin embar­go, parezcan algo cambiados y se resistan a respon­der luego a las más simples preguntas de control. Por cierto que Toran Lenning —agregó el profesor Jordan, levantando la cabeza con una sonrisa— ni siquiera quería prestarse a una primera prueba, a pesar de sus extraordinarias facultades. Pero al fin, entre las divergentes opiniones de padre e hija, ven­ció la ciencia en la persona del padre.

Y como fuera que el doctor Vance le miraba sin comprenderle, añadió Jordan:

—Toran Lenning es el prometido de mi hija, ¿sa­be? A Liélle, usted ya la conoce. Ahora está en Nue­va York, y me hizo prometer solemnemente que, una vez terminado el experimento, metería en el avión a Lenning. Eso significa —dijo el profesor consultan­do su reloj— que esta misma tarde, a las tres, debo llevarle al aeropuerto. Tengo sólo esta hija y, en mi condición de viudo y hombre ya viejo, me interesa mucho mantener buenas relaciones con ella.

Nueva York, aeropuerto Kennedy, en el año 2033 d. C.

La aguja del gran reloj del aeropuerto avanzó con una tenue campanada hacia las 17.30. Liélle se levantó por segunda vez y se encaminó a la recep­ción.

—Perdone que pregunte de nuevo —dijo—, pero estoy ansiosa por saber si ya tiene la lista de los pasajeros que vienen en el avión de California.

La muchacha pelirroja, sentada detrás de una pantalla de plástico, se encogió de hombros con un gesto de disculpa.

—Lo siento, señorita, pero no he recibido toda­vía información alguna. Créame que lo siento.

Tras unos instantes de vacilación, Liélle regresó a su mesa del restaurante. Nadie podía imaginarse cómo aumentaba en ella el miedo. Exteriormente reposada y tranquila, permanecía con las piernas cruzadas junto a su mesita de la terraza, aunque en su interior era cada vez más angustioso el pre­sentimiento de una desgracia que se aproximaba.

Liélle sabía, por su padre, que la materialización psicosomática producía algún cambio en toda per­sona sometida a experimentación. Le constaba, tam­bién, que los efectos de la droga inhibidora no ha­bían sido aún suficientemente estudiados. Sin embar­go, había aceptado la decisión de Toran de acceder a los insistentes ruegos del futuro suegro. No se ha­bía visto con ánimos, en cambio, de quedarse en Berkeley durante la prueba, como hubieran deseado su novio y su padre. Por eso se encontraba ahora en Nueva York, donde había pasado dos días de nervioso ajetreo con sus respectivas noches de insomnio en espera del momento en que Toran des­cendiera por la escalerilla del avión y la tomara en sus brazos. De aquel instante en que quedase defi­nitivamente demostrado que sus temores eran sólo fruto del agotamiento nervioso y de una fantasía demasiado viva.

Había conocido a Toran dos años antes. Exacta­mente el 23 de agosto de 2031. La acostumbrada bar­bacoa para celebrar el término del semestre univer­sitario de verano había tenido lugar en un naranjal situado al norte de Pasadena. De pronto, entre dos y tres de la madrugada, cuando la fiesta ya decaía y los escasos estudiantes que aún quedaban corrían a reunirse alrededor de los últimos fuegos, Toran apa­reció sentado a su lado en un banco de madera.

Al principio, su distracción y el modo inquieto y hasta desvalido con que reaccionaba a la conver­sación había apartado casi a Liélle, que temía en­contrarse con una actitud intelectual por parte del muchacho. En realidad no sabía aún qué la movió entonces a aceptar su invitación a dar un paseo por las calles de Pasadena a una hora tan intempestiva.

Hasta que se hizo de día anduvieron por las so­litarias calles de un barrio periférico. Arriba y aba­jo, de un lado a otro, sin fijarse en el tiempo que transcurría ni en las distancias. Y fue a aquella hora temprana, precisamente, cuando las sombrías imaginaciones y fantasías de Toran la impresionaron y confundieron.

Por eso le propuso, meses más tarde, que se so­metiera a un examen que le haría su padre y, cosa rara, él se avino sin vacilación alguna, y eso que no era partidario de las decisiones rápidas...

Liélle extrajo un cigarrillo de su pitillera y lo encendió. Al hacerlo, su mirada se posó en el techo plano del edificio del aeropuerto y, desde allí, en el horizonte, donde las siluetas de Manhattan destaca­ban claramente contra el azul del cielo.

Los dos últimos años habían sido una época de apasionado amor. Toran se le había declarado con palabras serenas y seguras, en sorprendente contraste con su comportamiento generalmente indeciso e incluso tímido frente a otras personas, y pocos me­ses más tarde también ella estaba convencida, aun­que no lo hubiera dicho, que uno había nacido para el otro.

Liélle le amó antes de darse cuenta de ello, y ahora, mientras con creciente desasosiego aguarda­ba la llegada del avión californiano, comprendió que ese terrible miedo, ese presentimiento que nada po­día apartar, era a la vez parte inherente de su amor.

Siracusa (Sicilia), en el año 212 a. C.

El día 2 de agosto del año 216 a. C. sufrieron los romanos la más grave derrota militar de toda su historia. Aníbal venció en Cannas a los cónsules Pau­lo Emilio y Terencio Varrón. De ochenta y seis mil soldados de Roma murieron cincuenta mil, entre ellos ochenta miembros del senado y el propio Pau­lo Emilio. El año siguiente —215— fue más favora­ble para los romanos. Aníbal se retiró a la Apulia y abandonó la guerra. En el año 214, el general Mar­celo se trasladó a Sicilia con una poderosa flota y comenzó el sitio de Siracusa.

La ciudad se hallaba entonces todavía en su me­jor época. Importante centro mediterráneo de co­mercio, con una población que superaba las quinien­tas mil almas y una extensión mayor incluso que la de la posterior Roma imperial, era junto a la egipcia Alejandría la más destacada urbe del mundo antiguo.

Cuando los enviados romanos fueron rechazados por Siracusa, Marcelo atacó la ciudad por tierra y mar a la vez. No obstante, al cabo de varios meses se comprobó que la superioridad numérica de los romanos y de sus aliados estaba sobradamente com­pensada por la habilidad técnica y el extraordina­rio ingenio de un hombre: el sabio griego Arquímedes, que ya contaba setenta y tres años de edad.

Lo primero que hizo Marcelo fue rodear Acradina, la bien fortificada ciudadela, con sesenta polirremes cuyas cubiertas iban repletas de honderos y arque­ros. Además preparó ocho de sus mayores navíos de guerra para el transporte de armas y máquinas para el asedio.

Pero Arquímedes supo responder a cada ataque ro­mano con sagaces disposiciones y medios. Bajo su di­rección, y según sus propios planos, se construyeron balistas y catapultas de los más diversos alcances, y la mortífera lluvia de proyectiles obligó a las poli­rremes a una rápida retirada, después de sufrir mu­chas bajas. Con unos maderos que podían moverse como gigantescos brazos de palanca, Arquímedes hizo caer sobre la artillería y las armas de sitio de Marcelo, todas ellas de madera, enormes piedras y pesos de plomo. De esta manera, las escaleras de asalto y las torres de los romanos quedaron ya des­trozadas antes de su llegada a las murallas. Las na­ves ocupadas por arqueros y soldados armados con peltas, destinados al apoyo de los legionarios que atacaban desde el mar, fueron levantados del agua mediante colosales palancas de cuyo extremo pendía un poderoso gancho de hierro, y dejadas caer de nuevo. De esta forma quedó destruida la mayor par­te de las embarcaciones, y el resto tuvo que retirarse gravemente deteriorado y con grandes pérdidas hu­manas y materiales.

Tras ocho meses de inútiles ataques, Marcelo con­virtió el asedio de la ciudad en un bloqueo por tie­rra y por mar. En la primavera del año 212 a. C., mientras los habitantes de Siracusa celebraban una fiesta en honor de Diana, Marcelo consiguió ocupar los suburbios de Tiquea y Nápoli.

La suerte de Siracusa parecía decidida.

—Señor, el camino del sol se hace cada día más corto. Deberías tomar ejemplo de ello y concederte más descanso al anochecer —dijo Hiescal, el númida, mirando preocupado a su amo que, sentado en un trípode, permanecía abismado en sus papiros.

—Bien sabes, señor, que yo no soy capaz de se­guir vuestros pensamientos y cálculos —agregó el númida—, pese a que llevo más de diez años a vues­tro servicio. Pero también tendrías que saber que no sólo soy leal para con usted, como corresponde a mi condición de esclavo, sino que le respeto y amo como a mi propio padre. Por lo tanto, perdone, señor, que me atreva a recordarle vuestra venerable edad.

—Calla, Hiescal, te lo ruego, y déjame solo hasta que te llame.

El anciano levantó malhumorado la vista, por unos momentos, mientras el gigantesco númida se retiraba en silencio. Luego volvió a inclinarse sobre sus rollos extendidos.

Allí arriba, en la colina que dominaba los tejados de Acradina, no se notaba en absoluto el asedio. Ni siquiera los ruidos cotidianos de la ciudad llegaban a la pequeña casa que Arquímedes habitaba con su siervo Hiescal. Transcurridos los primeros meses del sitio, en los que el sabio había sido casi el se­creto jefe de los soldados siracusanos y de sus tro­pas auxiliares cartaginesas, Arquímedes vivía nue­vamente retirado en su tranquilo hogar desde el co­mienzo del asedio, y de un día para otro, como quien dice, había dejado de hablarse de él. Llevaba una existencia tan retraída como en los años anteriores a la guerra y, aparentemente, pasaba el tiempo en­frascado en sus investigaciones. Sin embargo, tal impresión era engañosa. Y quien le hubiera conocido o tenido trato con él en otra época, se asustaría al verle ahora. Porque el viejo no era el Arquímedes de antaño, aquel sabio sereno y pacífico cuyo carác­ter más bien alegre y algo distraído sólo daba paso, muy raramente, a la excitación o incluso al empeño. Las personas que habían tenido relación con él en Alejandría o durante el brillante gobierno de Hierón de Siracusa, se habrían impresionado al obser­var el cambio operado en él: Arquímedes se mostraba brusco, y su modo de hablar era precipitado. Movía las manos nervioso, y gestos incontrolados acompañaban sus palabras, cuando hablaba con el criado. Igualmente ocurría que Hiescal pasaba días enteros sin oír la voz de Arquímedes. Ni un encargo; ni una orden. Nada.

El sabio permanecía la mayor parte del día —y con frecuencia también toda la noche— en el pe­queño aposento cuya ventana daba al sur, dedicado a sus cálculos, desconcertantes dibujos y proyectos de nuevas máquinas. La diferencia consistía en que no era ya el amable erudito de antes, que dibujaba sus planos y creaba sus inventos de manera casi ju­guetona y siempre jovial, sino un hombre obsesio­nado y taciturno, invariablemente inclinado sobre sus papiros y que apenas se concedía el sueño y el alimento necesarios. Pasaba encerrado, horas y días enteros, como si el temor de una próxima desgracia le tuviese lleno de horror. Otras veces se quedaba toda la noche en la colina, con la mirada fija en el cielo y susurrando sin cesar, a la par que sus del­gados dedos dibujaban confusas figuras en el aire.

Había días en que no pronunciaba una palabra. Se diría, entonces, inaccesible a toda emoción y a todo sonido. Luego, de repente, llamaba dos o tres veces al númida, en el espacio de una hora, para preguntar tan insistentemente por el asedio. Y si por fin le enviaba a la ciudad, para que se enterara de cuál era la situación real, podía suceder que, al regresar Hiescal con la cabeza llena de novedades y zumbán­dole los oídos de tantos rumores, el viejo ya no se interesara por nada o, incluso, hubiera olvidado el motivo de la bajada del esclavo a la población.

Quien le conociera antes, habría notado sin duda esta alarmante transformación. Quien estuviera fa­miliarizado con sus pensamientos de otros tiempos y pudiera adivinar los que ahora le rondaban, ha­bría sentido profundo temor y verdadera angustia. Pero nadie le conocía ya. De los antiguos amigos, que hubiesen podido advertir al mundo del peligro que le amenazaba en la persona del sabio anciano, no quedaba ninguno. Arquímedes les había sobrevivido a todos. Era el único, entre los grandes de otros días, que no había muerto.

El hombre se hallaba sentado en su taburete, con la cabeza apoyada en las manos. Fijos los ojos en la pared de enfrente, parecía absorto en sus pensamien­tos.

¡Qué fútiles se le antojaban aquel anochecer to­dos los descubrimientos de los que la ciencia de la épo­ca se jactaba! ¡Qué inútiles y fragmentarios! La me­cánica de Arquitas y los fenómenos astronómicos de Eudoxio y de Cnido, y hasta las leyes geométricas del gran Euclides y sus propias teorías e invenciones en el terreno de la mecánica..., ¿qué era todo eso, en comparación con el descubrimiento en cuyo um­bral él se veía? Precisamente aquel crepúsculo, a sus setenta y seis años, en el declive de la vida. Ar­químedes miró nervioso por encima del hombro, como si temiera sentir a sus espaldas la presencia de la muerte. ¡No, no quería morir ahora, en el mis­mísimo umbral de la verdad! No... Era de esperar que el fin no tuviera prisa y tardara todavía horas, días, meses y quizá años en llegar. Con mano tem­blorosa y rápida, el sabio comenzó a trazar figuras en un papiro limpio. Sí, ante todo necesitaba tiem­po... Pero también material y hombres. Le haría falta mucho material y muchos hombres para sus proyectos.

El pensamiento del hecho que Siracusa le hubiera bas­tado pocos meses antes, le hizo sonreír. ¡Siracusa, su ciudad natal! Arquímedes apartó de sí esas me­ditaciones. Los romanos se encontraban ante las puertas de Acradina y contaban los días y las horas de la urbe. Siracusa moriría antes que él, eso era cierto, y Roma sería dueña de Sicilia y Cartago. «Roma es la guerra y la fuerza —pensó de súbito el anciano—. Roma es brazo y es cerviz. Pero yo quiero ser la cabeza de Roma. ¡Sobre los hombros de Roma. y con su espada, quiero desquiciar el mundo!»

El propio Arquímedes se estremeció ante tales pensamientos. Su imaginación se había desbordado al soñar en lo que sería capaz de hacer con el poder romano y por el poderío de Roma. Las gigantescas catapultas y palancas ideadas meses atrás en defen­sa de Siracusa se redujeron en su mente a cosas in­significantes, a simples juguetes, en comparación con las máquinas de guerra que su fantasía iba pro­duciendo sin cesar. Sí, iría con Roma. Allí, en su co­lina de Acradina, aguardaría a sus legionarios para conquistar con ellos el mundo entero.

Un ruido tableteante asustó de pronto a Arquí­medes. Una bandada de palomas, ahuyentadas quizá por un movimiento casual en las callejuelas de la ciudad, pasó aleteando por encima de los tejados de Acradina.

«Los grises pájaros de Artemisa», pensó breve­mente.

Luego volvió a inclinarse sobre su estrecha mesa y continuó sus cálculos y proyectos cuando en el horizonte, al oeste, sobre la extensa bahía y la pen­ínsula de Magdalena, empezaba a ponerse el sol.

El sol estaba ya muy sumergido en el oeste cuan­do Marcelo ordenó a sus soldados que se preparasen para el ataque. El activo ir y venir de los legiona­rios fue cesando y, en el silencio que se hizo poco a poco, sólo se oyó, aquí y allá, la breve voz de un subjefe o el cortante mandato de los centuriones. Después de tres años de asedio y bloqueo de Sira­cusa, los soldados de Roma se disponían a conquis­tar las últimas partes de la ciudad. En cuanto el sol se pusiera —así rezaba la orden del cónsul y era también voluntad de Roma—, debían ser tomadas Ortigia y Acradina, auténtico corazón de Siracusa.

Antorus contemplaba la isla de Ortigia desde la altura del teatro griego. A la luz del crepúsculo le parecía ver brillar, en la punta del frontón del gran templo de Atenea, el escudo de oro de la diosa que tantas veces indicara a los barcos el camino del puerto. El templo de Atenea era el orgullo de Sira­cusa. Delante de sus impresionantes columnas dóricas, Antorus vio por primera vez a Julia. La mu­chacha ascendía las estrechas gradas que conducían al santuario, y él, llevado por un súbito impulso, la siguió. Antorus recordó la muchedumbre que le im­pedía acercarse a la esbelta joven, y cómo después, al descubrirla orando ante la diosa virgen en la som­bra del templo, quedó definitivamente prendado de ella.

Seis años hacía de eso. Julia, su esposa, que era romana, y él, el griego Antorus, se vieron obligados a abandonar la ciudad cuando el partido de los car­tagineses se hizo con el poder. A través de Tarento habían huido a Roma, y tanto esta ciudad como sus habitantes les habían acogido con afecto en una épo­ca en que ya parecía próximo su hundimiento...

Antorus cerró los ojos por un instante. Había regresado a Sicilia para verse como soldado romano y centurión ante las murallas y torres de su ciudad natal, Siracusa, y esperar la orden de ataque.

La ligera brisa procedente del mar le hizo sen­tir, de pronto, un escalofrío, por lo que se ciñó la túnica alrededor de los hombros. Al oeste, el sol aso­maba cual oscura bola de fuego por encima de la península de Magdalena, y las sombras de los árbo­les trazaban largas rayas sobre sus pies. El gran círculo del teatro yacía ya sumido en la semioscuridad cuando la fuerza de sus recuerdos condujo a Antorus nuevamente a Roma.

Ante sus ojos cerrados apareció la imagen de Julia, y el rostro dulce a la vez que orgulloso de su hermosa romana adquirió, poco a poco, una maravi­llosa claridad. Largo rato permaneció Antorus con­templando los ojos azulados de la mujer amada. Hizo luego descender y penetrar aún más la mi­rada, hasta que en el cuerpo querido descubrió, borrosa primero y luego cada vez más perfecta, su propia efigie. Así continuó, durante un tiempo in­calculable, fundido con el alma de la mujer romana, hasta que las fuerzas le abandonaron y la ilusión se desvaneció. Un violento dolor atravesó su corazón cuando tuvo que separarse de Julia, a la vez que renacía en él el temor a lo que las próximas horas podían traer.

Apartó las manos de sus ojos y miró a través de la extensa bahía en dirección a la isla de Ortigia. Sin embargo, el cuadro de las torres de Siracusa no logró dominar la preocupación que ceñía con cre­ciente amenaza todos sus pensamientos.

Antorus se acordó de la conversación sostenida la noche anterior con Metelo. Nunca antes había confesado sus visiones a otra persona. Pero el miedo a cualquier comentario burlón por parte del amigo había desaparecido pronto, al observar la seriedad y el interés con que Metelo le escuchaba. Y luego, al guardar silencio durante largo rato, el compañero nada dijo, cosa que Antorus agradeció de veras, pues en realidad tampoco había esperado respuesta. El relato del griego se había extendido a lo largo de buena parte de la noche, entre el santo y seña de los centinelas que efectuaban rondas sin cesar.

Antorus había confesado a Metelo el creciente te­mor que se iba apoderando de él desde los últimos meses del asedio: cómo, primero, empezó a marti­rizarle la crueldad externa de los combates diarios con los terribles cuadros de hombres mutilados, que habían quedado grabados de forma indeleble en su mente. Explicó al amigo cómo despertaba de noche, bañado en sudor y horrorizado, siempre con esas grandes y sangrientas batallas ante sus ojos. Veía espantosos campos de cadáveres y pavorosos incen­dios y ciudades que se deshacían en humo y cenizas. Agotado de tanta angustia, golpeaba el suelo con sus puños, para despertar, y se llevaba las manos a la frente y a los ojos, para no ver nada más, pero en­tonces llegaban las columnas de marcha de nuevos ejércitos y su duro paso era un inaguantable mar­tilleo en sus oídos.

Y cada vez había existido un pretexto y también una orden, así como una cabeza que enseñaba a los soldados cómo matar más y con mayor rapidez.

Antorus había visto cómo unos hombres se eleva­ban hacia los cielos y desde allí arrojaban fuego mortal sobre sus congéneres, y el atormentado griego había chillado y suplicado compasión a los dioses, con el único resultado que los ejércitos se hacían todavía más numerosos y las armas más terribles.

Y de nuevo se repetían el pretexto y la orden, y siempre aparecía la cabeza que indicaba a los hom­bres cómo matar aún más y con mayor rapidez.

Luego otra vez los ejércitos, más numerosos to­davía y con armas más aterradoras, y su paso re­tumbante y monótono conducía, por los campos de sus visiones, a una muerte sin remedio.

Antorus había visto bosques de los que sólo que­daban tocones reventados, y campos cuyos frutos y granos no eran ya más que ceniza gris. Había visto surgir imponentes trombas marinas que, al derrum­barse, destruían enormes barcos y arrastraban con­sigo, al fondo, el casco y la tripulación. Y por último vio también que en el cielo se abría una gigantesca boca de fuego y, en unos segundos, devoraba entre ardientes vaharadas de humo todos los países y las ciudades de la tierra con sus habitantes...

Y para eso, igualmente, había habido un pretexto, una orden y una cabeza que, por fin, enseñó a los hombres a matar de forma total y definitiva.

Eso era lo sucedido.

Cuando ya amanecía, Antorus le susurró al com­pañero su última visión: el pretexto y la orden de los romanos y la cabeza griega tras las murallas de Siracusa, dispuesta a instruir a los hombres de Roma.

Después Antorus calló. Todos los camaradas per­manecieron en silencio hasta que despertaron los pájaros y el ajetreo matinal del campamento les advirtió que debían regresar.

Antorus no recordaba que Metelo hubiese dicho nada durante toda la noche. Al volver juntos a sus puestos, un soldado comunicó al amigo que el gene­ral quería verle, y él, por su parte, se sumergió en la ruidosa actividad del campamento, cumpliendo sus deberes de manera mecánica...

El opaco sonido de una tuba sacó a Antorus de sus sueños. Dio media vuelta bruscamente y, mien­tras sus ojos se deslizaban una vez más sobre el teatro y la amplia bahía hasta la península de Mag­dalena, tras la cual acababa de hundirse el sol, oyó ya, en las colinas, los salvajes gritos de ataque de los legionarios, el retumbante traqueteo de los arie­tes y el metálico entrechocar de lanzas y espadas. Todavía alejado de la realidad y casi inconsciente, Antorus desenvainó su acero y corrió a reunirse con los soldados.

Ortigia cayó en el primer asalto de los legiona­rios y, en vista de ello, Acradina abrió sus puertas voluntariamente. Marcelo dio permiso a sus hombres para que saquearan la ciudad, aunque se afirma que lo hizo contra su voluntad. Entre el pillaje y el ensa­ñamiento del enemigo en Acradina perdió también la vida Arquímedes. Los relatos sobre su muerte difieren bastante unos de otros: hay quien asegura que un legionario abatió sin consideración al ancia­no que trazaba figuras geométricas en el suelo de su aposento, mientras que otros dicen que Arquí­medes fue asesinado en la calle por soldados que, al verle cargado de instrumentos matemáticos —que precisamente llevaba a Marcelo—, creyeron conse­guir un valioso botín. Cuentan que el general roma­no lamentó profundamente la pérdida del sabio, y que el nombre del gran científico proporcionó protec­ción y honor a sus parientes.

Nueva York, en el año 2033 A. C.

El altavoz anunció finalmente el aterrizaje del avión procedente de California. Liélle sintió que le abandonaban de súbito todas las angustias y preocu­paciones de las últimas horas. Se levantó en seguida, pagó y descendió la larga escalera que conducía al vestíbulo.

«¡Por fin!», pensó, y el enorme alivio hizo que se sintiera casi vacía, hueca...

La muchacha pelirroja del departamento de re­cepción le dedicó una sonrisa cuando la vio salir en dirección a la terraza, y esta pequeña prueba de simpatía y humana comprensión llenó a Liélle de maravillosa alegría y emoción.

Los primeros pasajeros bajaron la escalerilla del avión, y al fin descubrió a Toran, que descendía poco a poco las metálicas gradas y luego cruzaba el campo de asfalto.

«¡Qué delgado y pálido está! —se dijo Liélle mien­tras echaba a correr hacia el hombre amado—. ¡Pobrecito, qué mala cara tiene!»

Toran se detuvo al reconocer a su prometida. Como si una rotura de su conciencia le hubiera paralizado de repente, dio todavía unos pasos vaci­lantes para detenerse luego, perplejo, helado el co­razón. Y mientras Liélle le alcanzaba y, ante la leja­na expresión de su rostro, dejaba caer los brazos que había levantado impulsivamente para estrechar­se contra él, se borró de los ojos de Toran la imagen de la joven y su boca formuló despacio y balbucien­te, y luego una y otra vez, ya con seguridad aunque sin voz, el nombre de la mujer romana.




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