lunes, 8 de febrero de 2010

LOS TRES NOMBRES DE GODOFREDO


Murilo Rubiáo


Aunque existan excelentes cuentos fantásticos de Joao Guimaraes Rosa, Clarice Lispector, Nélida Piñón o Carlos Drummond de Andrade, Murilo Rubiáo (1916), es uno de los pocos autores brasileros, si no el único, que ha dedicado sus esfuerzos por completo a la literatura fantástica. Ha ido dando a conocer sus relatos con ejemplar parsimonia, en volúmenes delgados que a veces repiten cuentos anteriores con leves variaciones. Ellos son: O Ex–Mágico (1947), A Estrela Vermelha (1953), Os Dragóes e Outros Contos (1965), O Pirotécnico Zacarías (1974), O Convidado (1974), A Ca­sa do Girassol Vermelho (1978). Sus relatos pertenecen en su mayor parte a la corriente contemporánea, de ambiente urbano, caracterizada por instalar lo extraño o absurdo den­tro de un ambiente cotidiano, con discreción y una básica falta de dramatismo o sorpresa argumental. En ese sentido se aproxima con medios propios a la obra de Kafka. Un ele­mento llamativo es que todos y cada uno de ellos van pre­cedidos, sistemáticamente, por una cita bíblica.

"Los tres nombres de Godofredo" pertenece al libro A Casa do Girassol Vermelho.

LOS TRES NOMBRES DE GODOFREDO


Sucedió que advertí una arruga en su frente.

Ella estaba sentada frente a mí a la mesa de la cuál du­rante quince años seguidos fui el único ocupante a la hora del almuerzo y de la cena, desde una fecha que no podría precisar.

Al advertir su constante presencia, consideré el hecho como perfectamente natural. El lugar no me pertenecía en nombre de ningún derecho y, por otra parte, mi vecina no hacía nada que pudiera molestarme. Ni siquiera me di­rigía la palabra. Además, su comportamiento durante las refecciones era discreto, exento de cualquier ruido que pu­diera llamar la atención.

Esa noche, sin embargo, me sentía inquieto, incómodo al desconocer los motivos de su preocupación. Y estaba dis­puesto a abandonar la mesa, convencido de que, de este mo­do, mi compañera se sentiría más cómoda. Tal vez tuviera alguna preocupación y prefiriera estar sola. Al recorrer el recinto con la mirada, noté que eran muchos los lugares vacíos, lo que no dejaba de ser corriente en el restaurante, cuya clientela era muy reducida. Me sentí molesto y consi­deré como un atropello el hecho de tener que abandonar la mesa, cuando la muchacha podría también haberlo he­cho. ¿Y, por qué había venido, justamente, a sentarse a mi lado?

Una vez superada mi irritación y diciéndome que demos­traba ser muy poco educado al albergar semejantes pensa­mientos, resolví abandonar la mesa. Al fin de cuentas ella, al igual que yo, podría también preferir precisamente ésa.

Me volví hacia la joven y le pregunté si no vería mal que cambiara de lugar.

Me decepcionó su indiferencia ante un gesto que yo consideraba el más delicado posible. Esbocé un rápido cumplido con la cabeza y me dirigí el extremo opuesto del salón.

No bien me acomodé en la otra silla, me aguardaba una nueva sorpresa: la mujer caminaba en mi dirección, con el propósito evidente de volver a mi lado. Al mismo tiempo, me alegré al ver que la arruga había desaparecido de su fren­te y me reproché por no habérseme ocurrido antes la idea de escoger un lugar mejor, más del agrado de mi compañera. Sucedía, con todo, algo que aún no lograba compren­der: ¿sería ella mi convidada esa noche? ¿Y en los días an­teriores?

Insatisfecho con las dudas que me asaltaban, indagué me­dio cohibido:

–La invité a almorzar, ¿verdad?

–¡Claro! Y no hacía falta una invitación formal para traerme aquí.

–¿Cómo?

–Caramba, ¿desde cuándo se hizo obligatorio para el marido invitar a comer a su mujer? –¿Usted es mi mujer?

–Sí, la segunda. O acaso, ¿hace falta que te diga que la primera era rubia y que la mataste en un acceso de celos?

––No es necesario. –Ya me sentía bastante confundido ante la noticia de mi casamiento y no deseaba que me crea­ran un remordimiento por un asesinato que no recordaba en lo más mínimo–. Sólo me gustaría aclarar si estamos casa­dos hace muchos años.

Un tanto forzada, como queriendo divertirse conmigo, replicó:

–Es una historia muy vieja. Ya ni me acuerdo.

–Y ¿hemos dormido juntos? –insistí, a la espera de que, en cualquier momento, se develara el equívoco y, aliviado, pudiera verificar que todo eso no pasaba de una farsa bien tramada.

La respuesta me decepcionó:

–¡Qué estupidez! Siempre dormimos juntos. No quedaba mucho para preguntar, pero insistí:

–¿Podrías decirme desde cuando nos conocemos?

Mi insistencia no la contrarió y me parece que debe ha­berse sentido bien predispuesta en vista de mi creciente em­barazo:

–Sólo recuerdo que no fue durante la primavera, época en que florecen mis geranios.

Tenía necesidad de saberlo todo, no obstante estar con­vencido de la inutilidad de prolongar el interrogatorio:

–Mi primera mujer ¿no sentía celos de nuestra camaradería?

–En absoluto. (Y no era simple camaradería.) Tú sí que los tenías por cualquier cosa, a pesar de conocer –como nadie– su fidelidad. Debes haberla matado precisamente por eso.

–No me hables del crimen –supliqué, tomándola de la cara, una cara firme y fresca. Contemplé sus ojos, castaños y tiernos. La encontré linda. Cauteloso y temiendo ser re­chazado, acaricié sus manos pequeñitas. –Creí que eras una sombra.

–Tonterías, ¡Santo Dios! ¿Por qué habría de ser una sombra?

–Lo que pasa es que, últimamente, no hablo con nadie ni reparo en las personas. Esa es la razón de mi demora en aceptar tu presencia..

Me detuve un momento. Miré a los costados y vi que estábamos solos en el salón. Aun sabiendo que el restauran­te cerraba temprano, retomé el diálogo:

–¿No te aburría mi constante silencio?

–De ningún modo, nunca dejaste de conversar conmigo.

Volví a mirarla a los ojos: su belleza era diabólica. Tan hermosa que me quitó todo deseo de renovar las objecio­nes.

Esperé a que terminara de comer y pregunté adonde iría­mos.

–A nuestra casa, según creo.

Confieso que me asaltó la curiosidad de saber si nuestra casa sería diferente de la mía. No recordaba exactamente su aspecto y dudé si podría localizarla.

Una vez en el frente de la casa que mi compañía asegu­raba que era la nuestra, todavía vacilaba:

–¿Estás segura de que es aquí, Geralda?

Ella sacudió la cabeza afirmativamente, pero no le di im­portancia al gesto. Sólo me preocupaba llegar a descubrir cómo había logrado adivinar su nombre, porque estaba se­guro de haberlo pronunciado por primera vez en ese preci­so momento.

Una vez abierta la puerta de entrada se disiparon mis dudas: mi sobretodo de cuello de piel estaba sobre el sofá. Lo único que me llamaba la atención eran algunos detalles en los que antes nunca había reparado. Los muebles, aun­que antiguos, eran sobrios, mientras que los cuadros, mal distribuidos en las paredes, desentonaban por su mal gusto. Y había flores por todas partes.

Geralda, sin la más mínima extrañeza, me acompañaba en mis sucesivos descubrimientos.

La curiosidad satisfecha, me acordé de mi esposa. Tor­pemente y sin saber si procedía bien, extendí las manos pa­ra atraerla a mí. Pálida, con el pelo negro, los ojos grandes, ella permanecía sonriendo en el centro de la sala, a la espera de que la abrazara. La emoción, sumada a un terror inexpli­cable, me contuvo un momento. Pero no me fue posible, sin embargo, reprimir el instinto de exigir la posesión de esa mujer que se ofrecía íntegra a mis brazos. Avancé hacia ella, buscándole la boca. La besé con impaciencia, y sentí un sabor nuevo, como si fuera la primera mujer a quien besara.

Sólo cuando entreví un bostezo en sus labios, me di cuenta de que era tarde. Y nos fuimos a dormir.

Por un instante, encontré extraño que Geralda me acom­pañara al cuarto. Después, me di cuenta de que me preocu­paba en vano: la cama era de matrimonio y tenía dos almohadas. Frente a nosotros, había un tocador con diversos objetos de uso femenino.

Ella comenzó a desvestirse y yo, cohibido, no sabía si debía retirarme o ponerme el pijama allí mismo. Por culpa de la indecisión o por la belleza de sus piernas, me faltó ini­ciativa y me quedé parado en el medio de la habitación.

Cuando la vi acomodada en la cama, me senté en el borde y me fui quitando la ropa.

Al despertar y sentir el calor de ese cuerpo, me vino una intensa sensación de posesión, de posesión definitiva. Ya no podía dudar de que fuera mía para siempre.

Le hablé largamente, bajito, casi susurrando, sus cabellos rozando mi cara.

Los meses corrían y evitábamos salir de casa. (No quería que los demás fueran testigos de nuestra intimidad, de los cuidados que yo le brindaba.)

Locuaz, alegre, ahora yo gozaba viéndola comer a pe­queños bocados, masticando" los alimentos despaciosamen­te. Algunas veces me interrumpía con una observación in­genua.

–Si la tierra da vueltas, ¿por qué no nos mareamos? En vez de impacientarme, le decía, a modo de respuesta, una cantidad de cosas graves, que Geralda escuchaba con ojos embelesados. Al final, me lisonjeaba con un desmesu­rado elogio de mis conocimientos.

Los días no tardaron en hacerse largos, y mis atenciones se fueron haciendo rutinarias; se produjo un vacío entre nosotros, hasta que terminé por callar. Ella enmudeció tam­bién.

Nos quedaba el restaurante. Y allí nos dirigíamos, guar­dando un silencio condenado a dolorosa permanencia.

Su cara comenzó a resultarme odiosa, al igual que el re­flejo de mi tedio en su mirada. Así las cosas, nacía en mí el deseo de estar solo, sin lograr que Geralda me abandonara jamás, siguiéndome adonde quiera qué fuera. Nervioso, im­plorando compasión con la mirada, no tenía el coraje sufi­ciente para confesarle lo que pasaba en mi fuero íntimo.

Una tarde en que miraba a las paredes sin ninguna inten­ción aparente, advertí una cuerda colgada de un gancho. La agarré y dije a Geralda, que se mantenía abstraída, distante:

–Te servirá de collar.

No hizo ninguna objeción. Me tendió el cuello, a cuyo alrededor, con delicadeza, pasé la cuerda. En seguida, tiré de las puntas. Mi mujer cerró los ojos como si estuviera reci­biendo una caricia. Apreté con fuerza el nudo y la vi caer al piso.

Como era la hora del almuerzo, maquinalmente, me diri­gí al restaurante, donde ocupé la mesa de costumbre. Me senté, distraído, totalmente despreocupado. Aun más, es­taba sumergido en una dulce sensación de libertad. No ha­bía aún elegido el plato, cuando tuve un escalofrío: en la silla, frente a mí, acababa de sentarse una joven señora que, a no ser por el pelo rubio, habría jurado que era mi mujer. Me llenaba de asombro la semejanza que había entre las dos. Los mismos labios, nariz, ojos, la manera de fruncir la frente.

Una vez pasada mi perplejidad, resolví aclarar la desa­gradable situación:

–¿Eres Geralda? –pregunté, más para iniciar la conver­sación que para obtener una respuesta afirmativa. Mi mujer tenía el pelo negro y un diente de oro.

–No. Soy tu primera esposa, a la segunda acabas de ma­tarla...

–Sí, ya lo sé. La maté en un acceso de celos...

–¿Acaso podría ser de otro modo, mi pobre Robério?

–¿Robério? –nunca nadie me había conocido por ese nombre. Había alguna equivocación, un tremendo engaño en todo esto.

Traté de recuperar la calma con el objeto de disipar el malentendido:

–Todo eso ya pasó, Joana. Me llamo Godofredo.

–Te engañas, Robério, no podrás olvidarlo.

–¿Quién dice que no podré? –repliqué, agresivo, indig­nado por su temeridad.

Ella ignoró mi exabrupto. Y fría, irritantemente tran­quila, me provocaba:

–Puedes gritar todo lo que quieras, el restaurante está vacío.

–Y ¿por qué está vacío? –pregunté con aspereza, le­vantando aún más la voz.

Joana era conciente de la inutilidad de toda explicación, pero respondió, tratando de disimular su lástima:

–Sólo nosotros dos frecuentamos este restaurante, que papá compró para ti.

–Nada le pedí a tu padre, y ni siquiera sabía de su exis­tencia. ¡Al diablo con ustedes dos!

A medias nauseado y a medias temeroso, me levanté apresuradamente. Alcancé la acera y salí corriendo sin te­ner noción de lo que iría a hacer.

Sólo me detuve al llegar frente a la puerta de casa. Eché el cerrojo y tranqué por dentro la puerta de entrada. No había aún guardado las llaves en el bolsillo, cuando me acordé del cadáver de Geralda. Pensé en retroceder, pero me detuve: frente a mí, de pie en el vestíbulo, se hallaba una mujer bastante parecida a mis otras esposas. Tenía la cabellera dorada de Joana y se distinguía de las dos por te­ner, además de las cejas arqueadas, un anillo de amatista en el anular.

Cayó sobre mí una aflicción desesperante. Le abrí los brazos, y ella entró en ellos, adhiriendo fuertemente su cuerpo al mío. Llevé las manos hasta su cuello, y lo apreté.

Quedó extendida sobre la alfombra y seguí hasta el co­medor. No bien entré al saloncito, me asusté: a la cabecera de la mesa, dispuesta a almorzar, sonreía una joven que se parecía extrañamente a Joana y Geralda.

–Naturalmente, eres mi cuarta esposa.

–No, por Dios, apenas somos novios –dijo, indicándome un lugar a su izquierda.

–¿Novia mía?

Espantado, pregunté si hacía mucho tiempo que vivía­mos juntos.

–Vivo sola desde que mi padre murió. Tú acabas de lle­gar y eres mi huésped. Una vez que nos casemos iremos a vivir a la ciudad.

La cinta de terciopelo, que prendía un medallón antiguo al cuello de Isabel, me fascinó por algunos segundos. Des­vié la mirada hacia el plato, ya servido, y advertí que había perdido las ganas de comer. Cuando levanté la cabeza nue­vamente, se me ocurrió formular algunas preguntas, posi­blemente las mismas que le había hecho a mi segunda mujer en el restaurante aquella noche. Desistí, preocupado por descubrir una ciudad que se había perdido en mi memoria.



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