miércoles, 17 de febrero de 2010

El Devorador de Calcio

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El Devorador de Calcio

Herbert W. Franke


Herbert W. Franke, nacido en Viena en 1927. Des­pués de la guerra estudió ciencias naturales, psico­logía y filosofía, doctorándose con un tema sobre la física teórica. Desde 1957 reside como autor libre en las proximidades de Munich. Aparte de sus nume­rosas publicaciones de divulgación científica sobre problemas naturalistas y de la estética en el arte, se le considera uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad. Entre otras obras ha publi­cado las novelas Das Gedankennetz («Red de Pensa­mientos») en 1961; Der Orchideenkäfig («La Jaula de las Orquídeas») en 1961; y Zone Null («Zona Cero») en 1970. Desde comienzos de 1974, Franke publica en unión de W. Jeschke la serie de bolsillo Heyne-Science Fiction. La narración Calciumfresser («El Devorador de Calcio») pertenece a la obra Das Grüne Komet («El Cometa Verde») publicada en 1964.


Propiamente lo tendría que haber notado antes. Porque hasta donde alcanza mi memoria, siempre sentí el afán de ayudar a los demás. Pero no me di cuenta hasta la semana pasada. Y mis colegas lo ignoran todavía...

Yo mismo lo descubrí al verme en una situación extraordinaria. Regresábamos de Psi 16 y habíamos hecho ya, sin novedad, dos terceras partes del viaje. Nadie pensaba en nada malo. ¿Qué es una de las cosas peores que le pueden ocurrir a un astronauta? Sin duda, un fallo en la renovación de aire.

¡Y justamente a nosotros tuvo que sucedernos!

No había posibilidad de reparación, además. El catalizador de calcio pulverizado desaparecía. De hora en hora iba empequeñeciéndose ante nuestros ojos, sin que halláramos una explicación para ello. Sin calcio no es posible la reducción del dióxido de carbono, y a bordo no llevábamos repuesto. ¿Quién iba a contar con tan absurda avería?

Nuestra provisión de oxígeno duraría, como mu­cho, tres días.

Willy no se apartaba del termodetector, pero la probabilidad de hallar un sistema planetario era prácticamente nula, y mucho menos uno con aire respirable.

Todos lo sabíamos. El capitán no nos ocultaba nada. Para eso había demasiada confianza entre no­sotros. Y debo decir que la conducta de la tripu­lación fue ejemplar. Cada cual volvió a su sitio en silencio.

De pronto resonó en toda la nave el grito de Willy. Quien en aquel instante pudo permitírselo, corrió a la cámara de rumbo.

—¡Tenemos algo delante! —exclamó—. ¡Y muy cerca!

En efecto, la pantalla mostraba un pequeño dis­co pálido que oscilaba entre los astros inmóviles. Todos respiramos con alivio, pero el capitán mo­deró en seguida nuestras esperanzas.

—¿Qué ayuda nos va a llegar de ese cuerpecito celeste? —dijo—. Calculo que no medirá más de un kilómetro cúbico. Debe ser un fragmento de roca desierta.

Nos aproximábamos a gran velocidad. Pronto dis­tinguimos incluso la superficie.

—¡Qué cosa más rara! —comentó Jack—. ¡Ni si­quiera tiene forma quebrada!

Su observación era acertada, porque tales cuer­pos errantes suelen presentar una superficie muy escabrosa y desigual, y aquél era distinto. Tampoco era esférico ni elipsoidal, ya que esas formas apa­recen cuando una masa metálica ha llegado a fun­dirse.

—¡Ahí veo una señal! —chilló entonces el grueso Smoky, cuya protuberante barriga temblequeó de excitación.

Era cierto. Tres flechas blancas señalaban hacia un punto central. Willy corrigió el rumbo. Todos seguimos la maniobra con la máxima atención.

—¡Chicos! —exclamó el capitán—. ¡Es una nave espacial! Un verdadero monstruo de nave...

Efectivamente todos vimos las escotillas y la ba­randa de una rampa de entrada. ¿Qué puedo decir? Nos detuvimos, ayudamos a Willy a ponerse el traje espacial y, una vez fuera, observamos cómo mane­jaba la escotilla, que no tardó en abrirse para dar paso a nuestro compañero. Apenas tuvimos que po­ner a prueba la paciencia, pues Willy reapareció casi en seguida y sólo nos envió una palabra a tra­vés de la emisora:

—¡Aire!

Pasamos a la otra nave y quedamos boquiabier­tos. Aquello sobrepasaba todas nuestras imaginacio­nes. No sólo era el aire respirable lo sorprendente, sino que nos hallábamos rodeados de un lujo que ja­más pudimos soñar. El conjunto estaba dividido en incontables habitaciones de diversas dimensiones, pero todas ellas decoradas como las de una fastuosa residencia de Hollywood. Había allí cómodas tum­bonas, mullidas alfombras y armarios empotrados. Llamó nuestra atención, sin embargo, el hecho que los peces de los acuarios estaban muertos y las plantas aparecían extrañamente mustias y ama­rillentas. Todo lo demás tenía un aspecto impecable, ordenado y limpio, aunque no encontramos a ningún ocupante.

Yo observé que el capitán no estaba tan conten­to como hubiera sido lógico después de la suerte que habíamos tenido.

—Permanezcamos juntos —ordenó—. De momen­to nos instalaremos en algunos cuartos cercanos a la entrada, y que nadie se separe de los demás sin autorización.

Fuimos en busca de parte de nuestras provisio­nes y nos acomodamos lo mejor posible. Al día siguiente el capitán comenzó sus exploraciones, siempre en compañía de dos hombres que se turnaban, de modo que todos tuvimos ocasión de ir con él.

Al principio ocurrió poca cosa. No hacíamos más que descubrir nuevas estancias que no se distinguían en nada de las anteriores. Exceptuando la ausencia de seres vivos, todo parecía en orden. Cierto es que algunos detalles llamaron nuestra atención, pero no les dimos gran importancia: algunos recipientes se habían convertido en polvo, aunque podía distin­guirse su forma primitiva. En varios espejos, la lá­mina de cristal estaba transformada en una masa opaca y resquebrajada, y raro era el cuadro que no presentaba partes descoloridas. En conjunto, un ex­traño mosaico de impresiones.

Ya al segundo día encontró el capitán la cabina de mandos y la cámara de rumbo. El sistema era fácil de descifrar. Los constructores de la nave de­bían ser semejantes a los humanos, si bien proba­blemente más adelantados. Conny comprobó que quedaba suficiente combustible, y Willy calculó y fijó el rumbo.

En mi primera ronda recorrí con el capitán y Smoky la parte más alejada, es decir, los aposentos situados al otro lado de nuestra entrada. Acabába­mos de pisar una especie de balcón en el que había varias hileras de cactos secos, cuando el capitán se detuvo en seco. El gesto de su mano hizo que tam­bién nosotros nos detuviésemos...

—¿Lo han notado? —preguntó.

—¿Se refiere a..., a una sensación como si algo nos succionara? —repuso Smoky.

—Exactamente —dijo el jefe, y ambos me mira­ron esperando con ansia mi opinión,

—Yo no he sentido nada —tuve que confesar.

—Pues a mí me recorrió todo el cuerpo —ex­plicó el capitán—. Lo describiría como una impre­sión de ser absorbido. Y lo raro es que ni siquiera resultaba desagradable.

No obstante, la experiencia debía haber sido peor de lo que mis dos compañeros quisieron reconocer, porque el capitán ordenó la retirada.

Estábamos ya cerca de nuestras habitaciones cuando ocurrió un percance: Smoky se rompió una pierna. Fractura lisa de la arcada maleolar. Tuvimos que improvisar una camilla y transportarle a su cuarto.

Ni él mismo sabía cómo le había sucedido. Admi­tía la posibilidad de haber tropezado. Pero no era así. Yo, que iba detrás de él, había visto que, sin más, la pierna había cedido bajo el peso de su cuer­po, doblándose. Hay que decir que Smoky, con sus noventa kilos a cuestas, no era precisamente un peso gallo, pero eso no era motivo para que los huesos se le rompieran de repente.

Y no fue ése el único problema. Algunos miem­bros del equipo empezaron a quejarse de cansancio, falta de apetito y dolores musculares. El médico sa­cudió la cabeza. No se explicaba aquellos síntomas. Se produjo un nerviosismo general, los hombres se chillaban unos a otros, y justamente Jack, a quien normalmente nada hacía perder la calma, acabó de estropearlo todo. El capitán riñó al cocinero porque la comida no le gustaba, y lo hizo con una violencia que tampoco venía al caso, y el bueno de Jack quiso salvar la situación.

Con forzada animación exclamó:

—¡Más vale mala comida que falta de aire!

Y dio al jefe un amistoso golpecillo. Yo estaba presente, y puedo asegurar que sólo fue un ligero puñete. Sin embargo, el capitán se encogió con ges­to dolorido. Primero creímos que se trataba de una broma, pero pronto comprendimos que la cosa iba en serio. Llamamos al médico, y éste comprobó que el jefe tenía tres costillas fracturadas.

Privado en adelante de dirigir la expedición, fácil es imaginar el mal humor con que cedió su puesto a Willy.

En su segunda ronda, éste descubrió unas cintas perforadas, el primer indicio de una especie de es­critura. El capitán, que no podía moverse, se dedicó a estudiar los signos, cosa que logró con bastante rapidez, y por fin nos enteramos del significado de la sorprendente nave.

—Aún no lo entiendo todo, pero algunos puntos quedan aclarados —dijo—. El aparato en que nos encontramos pertenece a una gran flota que parti­cipaba en una operación de emigración. Viajaba en él casi un millón de seres. Durante el desplazamien­to enfermaron todos, por lo que fueron trasladados a otras naves. No acabo de descifrar la causa, aun­que aquí dice algo... La traducción literal sería «calciófago» o «calciófagos».

Todos debimos poner cara de desconcierto. El médico, sin embargo, se levantó de un salto, tomó su instrumental y corrió a visitar a Spike, sin duda el que estaba en peores condiciones. Yacía éste en una habitación individual destinada a enfermería. El doctor le extrajo sangre y desapareció con ella en su improvisado laboratorio. Al cabo de un rato salió con un tubo de ensayo en la mano, que nos mostró excitado.

—¡Aquí tienen la respuesta! —declaró.

En la probeta danzaba un sedimento blanco y grumoso que a nosotros, desde luego, nada nos de­cía.

—¡Falta de calcio! —jadeó el médico—. El nivel de calcio se halla muy por debajo de lo normal. Ahora comprendo por qué se nos rompen los hue­sos y se nos mueven los dientes.

—¿Calcio? —repitió el capitán, pensativo—. Pre­cisamente, nuestro catalizador se componía de cal­cio...

—¡Bah! —replicó el doctor—. Eso tiene que ser casualidad. En adelante confeccionaré yo el menú, para que la comida contenga suficiente calcio. Ade­más, todos tomaremos pastillas...

—Pero, ¿qué son calciófagos? —quise saber yo.

—Tal vez unas bacterias —indicó el facultativo—. Ahora mismo haré un frotis y me sentaré ante el microscopio.

Teníamos, entonces, una pista a seguir, aunque no puedo afirmar que nos sintiéramos muy seguros en nuestra piel.

Al día siguiente, una de las patrullas no regresó. De momento no nos preocupamos, ya que era fácil extraviarse y sufrir retraso en tan gigantesca nave. Pero cuando fueron pasando las horas sin que vol­viesen los compañeros, el capitán nos envió a Cyril y a mí en su busca.

Sabíamos, más o menos, qué parte del vehículo habían proyectado explorar, y hacia allí nos encami­namos sin vacilación. Hasta entonces, cada salida había constituido una diversión: algo semejante a un paseo por un hermoso paisaje. Ahora, en cambio, los maravillosos aposentos nos resultaban inquietan­tes. Imperaba en ellos un silencio aterrador. Cada vez que abría una puerta, necesitaba sobreponer­me... No podía evitar la sensación de algo que nos acechaba al otro lado.

Habíamos avanzado ya bastante, cuando Cyril empezó a quejarse de un extraño dolor en todos los miembros. Yo no sentía nada, pero estaba dispuesto a proponer a mi compañero el regreso, dado que éste se encontraba cada vez peor, cuando les hallamos...

A pocos pasos de nosotros yacía Fatty, que se movió débilmente al oírnos. Algo más allá descubri­mos los cuerpos de los otros muchachos, tendidos en el suelo como si una extraña fuerza les hubiera derribado, y al arrodillarnos junto a Fatty observa­mos que tenía el rostro deformado y fofo. Sus bra­zos pendían faltos de vida. Con los ojos entornados, nuestro amigo trató de formar unas palabras.

—Un... ser, un... un animal... que...

Y se hundió como si la última energía hubiese abandonado su cuerpo.

Cyril y yo nos miramos horrorizados. De pronto percibí un ruido en la habitación contigua. Saqué la pistola y abrí la puerta de golpe... Delante de mí se extendía una sala alargada, una especie de invernadero lleno de plantas completamente secas. Al fondo de todo, sin embargo, se arrastraba y ser­penteaba algo. Algo que sólo vi en parte, ya que el resto desapareció en un rincón: una maraña de pa­tas o tentáculos de color gris plateado, que se re­torcían incesantemente y se movían de un lado a otro en un intento de búsqueda.

Un grito de Cyril me hizo retroceder. Le hallé apoyado en la pared, lívido. Poco le faltaba para desmayarse.

—Estoy cada vez peor —musitó—. ¡Sácame de aquí...!

Apenas podía andar, de modo que tuve que sos­tenerle durante casi todo el camino.

Cuando logramos reunimos con los demás, nos aguardaba otra noticia terrible: el médico había comprobado que buena parte de las provisiones es­taba descompuesta. Lo estropeado era justamente lo más rico en calcio.

Un grupo de voluntarios fue a recoger a los com­pañeros accidentados y, si bien no tropezaron con el repugnante animal, a su regreso se sentían totalmente agotados. Los hombres que acababan de res­catar permanecían sumidos en un extraño sopor.

El capitán convocó a una reunión, pero su resul­tado fue desconsolador. Llegamos a la conclusión que el animal que yo había visto se alimentaba de calcio y tenía, además, la facultad de absorber esa sustancia de todo cuanto le rodeaba. Estudiamos la posibilidad de tomar algunas medidas extremas: unos propusieron volar aquella parte de la nave en que se hallaba el monstruo; otros querían colocar complicadas trampas...

Yo sólo prestaba atención a medias. Vi la pali­dez de mis camaradas, hundidos con evidente deja­dez en los cómodos sillones, contemplé el pecho vendado del capitán y la figura inerte de Spike. Di­versos pensamientos cruzaron mi mente. Yo seguía encontrándome bien como siempre, sin sentir las molestias propias de la pérdida de calcio. Nadie más que yo había visto el horrible animal y, sin embar­go, no sufría consecuencia alguna. Todas mis deduc­ciones conducían, pues, a un punto...

Si mis sospechas eran ciertas, la pena sería muy profunda. Pero esa circunstancia podía significar la salvación de nuestro grupo.

Me retiré con disimulo, desaparecí tras una re­jilla cubierta de enredadera y salí de la estancia sin ser visto.

Necesitaba tener la certeza... En el laboratorio del médico encontré lo que buscaba. Una aguja intracardíaca. Desabroché mi camisa y me clavé la aguja debajo del esternón, introduciéndola poco a poco en diagonal, hacia arriba. Sabía exactamente el punto que debía tocar. Me costó un terrible es­fuerzo. Mi corazón latía con violencia, y el sudor resbalaba por mi frente. Reaccionaba como un hom­bre normal...

Y entonces tuve la certeza. La aguja chocó —a unos cinco centímetros de profundidad— contra algo duro, impenetrable, metálico.

No vacilé ni un instante más. Mi vida no tenía importancia alguna. Tomé una pistola ametralladora del depósito y corrí hacia las profundidades de la nave. Nunca me había resultado tan insoportable el olor de las plantas muertas, ni tan sobrecogedora la falta de vida en aquellos lujosos aposentos. Pero tampoco había estado nunca tan seguro de lo que debía hacer.

Largo rato busqué en la zona más profunda del vehículo. ¿Dónde estaría ese maldito calciófago? No veía más que preciosas salas en las que reinaba la muerte... Plantas secas, acuarios con peces putrefac­tos, sofás, mesas de juego, columpios de jardín, sur­tidores, esculturas, brillantes bolas que eran fuentes de luz y adorno a la vez...

De pronto observé algún desorden. Sillas corri­das de sitio, floreros volcados... ¿Y no había oído un ruido...?

Me detuve a escuchar. Algo se arrastraba. Levan­té la pistola de impulsión y avancé. Con toda cau­tela. Allí estaba el monstruo. Un gigantesco ovillo plateado, todo él cubierto por centenares de patas o antenas que en un punto se ladearon para que me enfocara una especie de espejo parabólico. Yo, sin embargo, no experimenté nada. Y es que, a mí, nadie puede quitarme el calcio. Oprimí el gatillo del arma, pero no se produjo la impulsión. Lo intenté otra vez y nada...

Entonces comprendí que la pistola funcionaba mediante un cátodo de germanio y sulfuro de cal­cio, por lo que ya no servía para nada.

Una ira horrible se apoderó de mí. De cualquier forma, mi plan no podía fallar. Arrojé al suelo la pistola, agarré una silla, corrí hacia el animal y me lancé sobre él, golpeándole tremendamente con la silla.

Apenas encontré resistencia y casi me vi envuelto en el repelente monstruo. Una masa porosa se des­parramó, pulverizada, por el suelo. Los tentáculos y las antenas vibraron, pero yo pasé la mano brus­camente por encima y todos aquellos apéndices ca­yeron quebrados. El cuerpo del animal, que apareció desnudo al ir perdiendo sus serpenteantes miembros, se hinchó y revolcó furioso. Pero unos cuan­tos golpes más le dejaron sin vida. Todo había sido muy fácil y, no obstante, yo me sentía agotado. La tensión nerviosa y la excitación fueron demasiado grandes.

Necesité cuatro horas para volver junto a mis compañeros. El capitán me recibió indignado, pero calló cuando le anuncié que el animal estaba muer­to, y todos corrieron a ver su cuerpo destrozado.

Sólo a su regreso me di cuenta de la dicha que su salvación significaba para mí. Había logrado con­servar la vida de Spike, el físico silencioso y siem­pre dispuesto a ayudar; del regordete Smoky; de Willy, siempre ansioso de adquirir nuevos conoci­mientos, y de todos los demás, del formidable equi­po de eficientes astronautas al que tengo el orgu­llo de pertenecer; de Jack, que acababa de descu­brir capullos llenos de protóxido de calcio, en sufi­ciente cantidad para cargar de nuevo nuestro cata­lizador; del doctor, que apareció con restos del ani­mal en unos frasquitos, y no en último lugar la del capitán, que se acercó a mí y dijo:

—¡Maldita sea...! Nunca me supo tan mal tener que castigar a un hombre. Pero debes reconocer que no puedo actuar de otra manera. Quedas arres­tado durante tres días. Te alejaste de nosotros sin permiso.

El castigo poco me importa. Lo fundamental es que no se enteren de la realidad. Porque les quiero a todos, y deseo que ellos también sientan afecto hacia mí. Y eso..., no sé si sería posible, si se ente­raran que llevo una célula positrónica en la fosa epigástrica... Y que soy un robot.





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