jueves, 18 de febrero de 2010

Caza de conejos por Mario Levrero



Caza de conejos por Mario Levrero


C
onsiderado en su país, Uruguay, como el «Maestro de lo Fantástico», Mario Levrero nació en Montevideo en 1940. Ejerció varias profesiones, ya que, a pesar de su talento, y como ocurre con la mayoría de los escritores en lengua castellana, nunca ha logrado vivir de su pluma. En su haber tiene varias excelentes novelas: La ciudad (1966), Nick Cárter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1974), una novela que se halla entre el género policíaco y la ciencia ficción, y tiene también otras novelas: El lugar, París, La cinta de Moebius, todavía inéditas. Entre sus libros de relatos cabe destacar La máquina de pensar en Gladys (1967) y Aguas salobres, aún inédito, del que hemos extraído el relato que sigue. En su trabajo La generación crítica, el ensayista Ángel Rama dice de él: «Mario Levrero maneja una escritura de preciso rigor, con lo cual sigue fielmente los detalles de una prosa constante desconectada en sus tramos significativos, a la manera de la técnica surrealista. A diferencia de otros productos surrealistas y emparen­tado en esto a la lección kafkiana que es la dominante de la creación de Levrero, sus cuentos se construyen sin que evolucionen internamente, prefiriendo un derivar lateral trasladán­dose a otros personajes, otras situaciones, otros estados».

A Jorge y Elizabeth, Claudia, Marcelo y Cecilia


Hay que inventar liebres para poder hacer de nuestra vida un extenso y luminoso día de caza, y para poder decretar que somos cazadores. JOSÉ PEDRO DÍAZ, Ejercicios Antropológicos


Cuando siento que voy a vomitar un conejito, me pongo dos dedos en la boca como una pinza abier­ta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas.
Julio Cortázar, Carta a una seño­rita en París


Perseguirlo armados de dedales, perseguirlo ar­mados de precaución, perseguirlo con tenedores y esperanzas, amenazar su vida con una acción del ferrocarril, atraerlo con sonrisas y jabón.

Lewis Carroll, La caza del Snark


Deseo que conste que, sin deseo de polemizar, yo sostengo la vieja tesis de que la ballena es un pez e invoco en mi ayuda el testimonio del santo Jonás.

Hermán Melville, Moby Dick

Prólogo


Fuimos a cazar conejos. Era una expedición bien organizada que capitaneaba el idiota. Teníamos sombreros rojos. Y escopetas, puña­les, ametralladoras, cañones y tanques. Otros llevaban las manos vacías. Laura iba desnuda. Llegados al bosque inmenso, el idiota levantó una mano y dio la orden de dispersarnos. Teníamos un plan completo. Todos los detalles habían sido previstos. Había cazadores solitarios, y había grupos de dos, de tres o de quince. En total éramos muchos, y nadie pensaba cumplir las órdenes.



1

Yo sentía pinchazos en las piernas. Al principio no les daba importancia; lo atribuía al pasto y a los yuyos. Pero luego, cuando el dolor fue subiendo, y un poco más tarde aún, cuando el dolor y el mareo me hicieron vacilar y caer, vi —antes de que la vista se me nublara y cuando mi cuerpo comenzaba a retorcerse en los espasmos de la muerte—, vi la araña con ropas de cazador y sombrero rojo, y mirada perversa y divertida, arrojándome sin pausa los darditos envenenados a través de su pequeña cerbatana.

2

Al oso amaestrado lo habíamos disfrazado de conejo, y bailaba en el bosque, saltaba en el bosque y movía las orejas blancas del disfraz. Era penosamente ridículo.

3

Laura gateaba en el pasto. La cosquilla de los yuyos la excitaba, y entonces aparecía un conejo. Ella lo atrapaba entre sus piernas. Era lindo de ver la cabecita blanca asomando y hociqueando sobre esas nalgas también blancas. Ella decía preferir los conejos a los hombres; que los conejos eran de pelo más suave y cuerpo más cálido. Y si ella apretaba un poco demasiado con sus muslos, al conejo se le nublaban los ojos y moría dulcemente, graciosamente, o aun con indiferencia.

4

Nos gusta el conejo a las brasas, pero nuestra presa favorita es el guardabosques. Los conejos se cazan con paciencia y astucia, con trampas más o menos complejas de ramas y zanahorias; los guarda­bosques, en cambio, necesitan todo nuestro arsenal. El tiroteo duró hasta el anochecer. Cuarenta guardabosques desnudos colgaron fi­nalmente de cuarenta horcas. Los cuervos les arrancaban los ojos y acudían las hienas al olor de la putrefacción. Los esqueletos de guardabosques colgaron durante años en las horcas, como ejemplo para otros guardabosques, y para los niños.

5

No hay que creer demasiado en la sabiduría de los viejos. «En este bosque —me decía un viejo guardabosques— estuvieron un día todos los conejos del mundo. Era el paraíso de los cazadores y, mientras no llegaron los cazadores, el paraíso de los conejos. Todo el bosque era una masa blanca y nerviosa, peluda y blanda, con infinidad de puntas ondulantes. —Se refería sin duda a las orejas de los conejos, las cuales tienen forma puntiaguda—. Ahora, en cam­bio, sólo nos queda el recuerdo de los conejos. Esté seguro de que no hallará uno, por más que busque.» Pero a pesar del disfraz, que era perfecto —las ropas, los lentes—, lo reconocí y le dije: «No me engañas, conejo. Huye, porque cuento hasta diez y disparo». Las orejas, cuidadosamente peinadas hacia atrás, se irguieron brusca­mente; los redondos anteojos cayeron al suelo y se perdieron entre el pasto. El conejo se alejó dando saltos despavoridos entre los árboles. Conté hasta diez y disparé.

6

Cuando hubimos cazado un número suficiente de conejos como para satisfacer nuestra hambre milenaria, preparamos una fogata con todos los carteles de madera que decían «PROHIBIDO CA­ZAR CONEJOS» y asamos los conejos a las brasas.

7

Algunos cazan conejos persiguiéndolos sin tregua, a caballo, despiadadamente, dentro y fuera del bosque; en polvorientas carre­teras, en praderas enormes, trepando incluso a pedregosas monta­ñas. Cuando el conejo se detiene, loco de fatiga, le destrozan el cráneo con un golpe certero de garrote. Luego se lo comen, crudo y hasta con pelos.

Yo estoy condenado genéticamente a otros procedimientos. Tejo laboriosamente durante varios meses una enorme y casi invisi­ble tela como de araña, y luego me siento a esperar, un poco oculto entre el follaje. A veces pasan otros tantos meses antes de que aparezca un conejo en los alrededores, y a veces otros tantos más para que el conejo caiga en mi tela. Mientras tanto atrapo sin querer moscas y mosquitos, moscardones, avispas, ratones, culebras, muli­tas, caballos, pájaros, jirafas y monstruos marinos. Me fatiga mucho despegarlos y recomponer la tela donde ha sido dañada. Es un tra­bajo agotador y la vigilia es constante. Me destrozo los nervios en esta tensa y eterna espera. Tengo las mandíbulas apretadas, me caigo de sueño, y mis sentidos se agudizan y exasperan en alerta constante. Mi forma de cazar conejos, y no tengo otra, es lo que me ha transformado en un loco.

8

Cuando, rara vez, cae un conejo en mi tela, tiene la piel más suave que los otros, su cráneo queda intacto, su carne no se ha envenenado con la fatiga muscular de una huida interminable y, en fin, es un conejo vivo, alegre, un hermoso compañero de juegos.

9

Elegimos el bosque por dos motivos: porque en el bosque no hay conejos, y porque ignoramos todo acerca de cómo cazarlos. Algu­nos imitan, en su ingenuidad, el mugido del alce; otros trepan a los árboles y buscan en los nidos; otros rocían con insecticida viejos panales olvidados por las abejas. Los hay que parpan, graznan y cacarean; los hay que agitan un trapo rojo; los hay que usan un contador Geiger.

El idiota va al bosque a imaginar conejos eróticos y masturbarse. Los cree de grandes pechos y ondulantes caderas. Evaristo, el plo­mero, los imagina con un complejo mecanismo interior de relojería y quisiera atrapar uno para desarmarlo.

Otros, que han leído alguna información errónea sobre el tema, se tienden bajo un árbol a esperar que caigan. Al anochecer, el idiota, agotado por sus masturbaciones, hace sonar largamente su silbato (un sonido cantarino y gorgoteante, por la baba mezclada con el aire que sopla) y todos nos reunimos en un punto predetermi­nado y volvemos ordenadamente al castillo.

10

Era un día pesado y tormentoso; hicimos una enorme fogata para espantar los mosquitos que nos devoraban. Tuvimos la mala fortuna de que la fogata se extendiera a los árboles vecinos y, rápi­damente, el bosque entero fuera pasto de las llamas. Fue así que perecieron casi todos, horriblemente carbonizados. Los sobrevi­vientes se reúnen noche a noche, desde hace años, en un bodegón del puerto; recuerdan infaltablemente la anécdota y se reprochan la terrible imprudencia. Después, borrachos, se alegran: comienzan a reír. Luego riñen entre ellos y el patrón, ya de madrugada, los echa a la calle. Duermen entre tachos de basura y se revuelven sobre sus propios vómitos.

11

Cuando graniza, o simplemente cae un chaparrón fuerte, el idiota corre con su primita a protegerse bajo el enorme sicómoro que ocupa la parte central del bosque; las ramas del árbol se ar­quean hasta tocar la tierra, formando una cúpula que más que de la furia de los elementos los protege de las miradas de otros cazadores, o de los guardabosques. El sentimiento de protección es esencial para que la primita se sienta solidaria con el idiota y se deje mano­sear y cubrir de baba el cuerpo angelical y blanco. Cuando llega el invierno, el sicómoro se cubre de finas plumitas y da la impresión de un pájaro enorme, o tal vez de un cisne con la cabeza metida bajo el ala. En primavera les brinda sus frutos, unos higos que bajo la piel delgada son pura leche dulce. Al anochecer, la lluvia cesa. El idiota y su primita vuelven a la interminable cacería de conejos, pero aho­ra tienen un fuerte sentimiento de culpa y no se miran a los ojos. El idiota recoge bolitas de granizo y las mira disolverse en su mano con una rapidez que espanta. De madrugada, cuando el campamento duerme y la fogata está casi apagada, el idiota sigue despierto, babeando, sacando nuevos granizos de su faltriquera y mirándolos cómo se disuelven, con una rapidez que espanta, sobre la palma de la mano.

12

Quisiera vivir entre gentes que fueran más buenas, más felices que yo. Así les envidiaría su suerte o su bondad. Pero todos los cazadores son desgraciados, estúpidos e infinitamente perversos. Así, me veo obligado a envidiarles sus pobres bienes materiales. Les tiendo trampas. Cuando alguien me ve fabricando una trampa muy compleja y muy sólida se ríe, porque cree que exagero; por lo general se siente impulsado a explicarme el tamaño y la fuerza reales de un conejo. Yo dejo que me expliquen. No saben, ellos, que es un trampa para cazadores. Los mato y les robo el dinero, las ropas, las armas y algún adorno —collares de dientes de tigre, relojitos antiguos, anillos de compromiso, plumas de colores, billeteras de cuero de cocodrilo—. Los cazadores gustan de adornarse, y a menudo el colorido de estos adornos es su perdición: es fácil distin­guirlos entre el follaje y tomarlos por sorpresa.

13

El conejo en celo desprende un aroma muy tenue que sólo es percibido por el finísimo olfato de los cazadores. Llegan de todas partes, siguiendo este aroma en forma inconsciente y compulsiva; no saben adonde van, ni por qué van. El conejo espera entre los matorrales. Cuando el cazador se aproxima, el conejo tensa los músculos y se prepara para el salto. El cazador no ve esos ojos rojos, astutos, brillantes, pendientes de sus menores movimientos. Cuando está muy cerca, el conejo en celo salta, dejando escapar un espantoso rugido que hace estremecer el bosque. El cazador, to­mado por sorpresa, queda paralizado y no atina a defenderse. De todos modos, la lucha sería desigual: un par de rápidos manotazos, una dentellada certera, y el conejo se aleja arrastrando un cadáver flojo y sangrante, que será una fiesta para los hambrientos conejitos.

14

En ocasiones me gusta pasarme al bando de los guardabosques; entonces se produce un desequilibrio entre las fuerzas, y los cazado­res son derrotados con facilidad. Nosotros, los guardabosques, no sufrimos ninguna baja.

15

Dicen que van a cazar conejos, pero se van de pic-nic. Bailan alrededor de una vieja victrola, se besan ocultos tras los árboles, pescan o fingen pescar mientras dormitan; comen y beben, cantan cuando vuelven al castillo en un ómnibus alquilado que siempre resulta demasiado pequeño para todos. Los conejos aprovechan los restos de comida. También es frecuente que los falsos cazadores, borrachos, olviden su victrola. Entonces los conejos bailan hasta el amanecer, a la luz de la luna, al son de esa música alocada y antigua.

16

Algunos conejos se han hecho expertos en el arte de imitar con gran precisión el grito con que los cazadores suelen llamarse entre ellos cuando se encuentran perdidos o en dificultades. «Ooooooh-eeeeeeh», se oye a la distancia, y luego la respuesta, desde otro extremo del bosque: «Ooooooh-eeeeeeh». Los gritos se repiten, ca­da vez más próximos. Después hay un silencio, después hay otro gri­to, distinto, después no se oye nada más.

17

Al idiota le gusta el cementerio de elefantes, no por el valor de los colmillos, ni por el misterio del impulso que lleva al elefante herido a buscar el lugar milenario, ni por el brillo de la luna en el marfil, ni por el aspecto imponente de los esqueletos que semejan barcos antiguos semihundidos en un mar verde oscuro, ni por oír el curioso lamento de agonía de los elefantes que llegan y se tienden, ni por la aventura, sino por el olor a podrido de los elefantes muertos.

18

«Creo haber atrapado un conejo», dije, acariciando la suave vellosidad de Laura, que es tan joven. Ella ríe con una carcajada fresca y huye; yo recomienzo pacientemente la búsqueda.

19

Cuando estoy imposibilitado de moverme, por haber caído en la trampa de otro cazador o haber comido, por error, de las bayas silvestres venenosas de efecto paralizante, un río de conejos de ojillos vivaces salta interminablemente en blanca cascada ante mis ojos, de día y de noche, y al día siguiente, y a la noche siguiente, y siempre.

20

Hay quien caza conejos por amor; yo los cazo por odio. Cuando los tengo en mi poder los voy destrozando lentamente. Los mutilo, tratando de que no se mueran en seguida. Hay otros cazadores que odian a los conejos porque destruyeron su hogar o sus cosechas, porque robaron a sus hijos o mataron sus esperanzas; mi odio es injustificado y atroz. Creo que hay algo de amor en este odio; no de­dicaría, de otro modo, tanto esfuerzo a combatirlos con mis armas más arteras.

21

El conejito recién nacido es tal vez el espectáculo más tierno del mundo. Tan blanco y tan indefenso, tan débil y tembloroso, las orejitas sedosas y blandas, la naricita inquieta y rosada, los dientecillos asomando apenas en su hociquito menudo que parece sonreír tí­midamente.

22

Cuando en el club de caza se habla de caza, y siempre se habla de caza en este club, yo permanezco obligadamente en silencio. No hay heroísmo en la caza del conejo. Ellos narran aventuras espeluz­nantes, se exhiben piezas embalsamadas de animales terribles. No hay nada de esto en la caza del conejo, donde todo se desliza suave­mente, amablemente. Intervienen la astucia y la paciencia, pero también la imaginación y la simpatía. No hay sordos gruñidos ni carreras dementes; no hay sangre ni estruendos de armas de fuego, Todo es apacible y casi cariñoso; y aunque el peligro es tan grande como el que corren los otros cazadores, de búfalos y tigres, es un peligro tan sutil y tierno, que nadie que no cace conejos podría comprender que es realmente un peligro. Opto, entonces, por ce­rrar la boca y escuchar, y pasar por tímido o por tonto.

23

Decimos que vamos a cazar conejos, pero en el bosque no hay conejos. Vamos a cazar muchachas salvajes, de vello sedoso y ore­jas blandas.

24

Es inverosímil la fertilidad de estos animalitos. Uno casi puede verlos reproducirse ante sus ojos, a una velocidad fantástica. Obsér­vese este casal de conejos: en pocos minutos habrá cuatro, luego ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho, doscientos cincuenta y seis, miles de conejos que saltan y te rodean y se amontonan y te tapan y te asfixian.

25

Es inverosímil la fertilidad de los conejos. Obsérvese este casal: en pocos minutos habrá cuatro arañas, ocho sapos, dieciséis coto­rras, treinta y dos perros, sesenta y cuatro búfalos, ciento veintiocho elefantes.

26

Desde que los conejos raptaron a mis padres, he perdido el gus­to por la caza.

27

Llegamos al bosque en numerosa y bien pertrechada expedición. Lo primero que advertimos fue el enorme cartel que decía «PROHI­BIDO CAZAR CONEJOS». Nos miramos azorados, nos sonroja­mos como adolescentes, suspiramos con resignación, nos dimos me­dia vuelta y regresamos, muy tristes, al castillo.

28

De hábitos sedentarios, jamás se nos ocurriría algo así como ir al bosque a cazar conejos. Preferimos criarlos en el castillo; a ellos destinamos las mejores habitaciones, que hemos llenado de jaulas apropiadas, y vivimos de esta industria.

29

Si bien entre nosotros casi no se habla de otra cosa que de conejos, en realidad nunca hemos visto uno. Dudamos incluso de su existencia. En nuestras conversaciones el conejo oficia de metáfora, o de símbolo. Es frecuente observar que muchos, una gran mayoría, hemos olvidado la primitiva significación de la palabra, si es que ha tenido alguna vez.

30

Nunca hubo conejos en el bosque. Este sería un inconveniente insuperable para nosotros, cazadores de conejos, si no fuera por la existencia de los magos. Cuando vamos de caza, y al cabo de varias horas de dar vueltas inútiles, sintiéndonos fracasados y doloridos, aparecen los magos. Son silenciosos, de ropaje negro y elegante. Con gran habilidad comienzan a sacar conejos de sus relucientes galeras. Cada uno de nosotros vuelve al castillo con un conejo en su morral; estamos contentos en apariencia, pero llevamos en el cora­zón la sombra de una duda.

31

Con la piel de conejo, convenientemente curtida, nos fabrica­mos guantes sedosos para acariciarnos el cuerpo desnudo en nuestra soledad. Nuestros niños juegan a las bolitas con los ojos. Los dien­tes de conejo son maravillosas cuentas para los collares y pulseras de nuestras mujeres. La carne la comemos. Con las tripas, fabrica­mos cuerdas para nuestros instrumentos musicales; nuestra música es profunda y triste. El esqueleto del conejo lo forramos con la felpa blanca, y en el interior colocamos un mecanismo movido a cuerda: son juguetes que imitan a la perfección los movimientos del conejo. Los domingos vendemos estos juguetes en la feria, y con el dinero podemos comprar balas para nuestras escopetas de cazar conejos.

32

Las primitas del idiota mastican el mismo chicle, los rostros muy próximos, el chicle un fino hilo que une salivoso sus bocas adoles­centes, y el idiota se acuesta debajo del chicle, mirando desde abajo los pequeños pechos puntiagudos, y estira sus manos con pereza ha­cia las tiernas vellosidades pero no las alcanza, y de los cuerpos emana una radiación de calor perfumado, y allá arriba las bocas se aproximan tratando de conseguir la mayor parte del chicle, las bo­cas se juntan, cae saliva, secreciones salobres resbalan por las pier­nas adolescentes hacia la boca del idiota, se mezclan con sus babas. Nadie caza conejos.

33

El plan del idiota es perfecto. El grupo de expertos tiradores se ubica en el centro del bosque, alrededor del psicómoro, y espera. Desde la periferia vienen los músicos, avanzando hacia el centro, cercando a los conejos, espantándolos con el ruido de sus tambores, flautas y violines.

Por lo general, logramos dar muerte a infinidad de conejos. A veces, sin embargo, los conejos se escapan, filtrándose entre los músicos cuando aún están muy espaciados entre sí en la periferia del bosque. O, a veces, todos los conejos se han reunido bajo la protec­tora copa del psicómoro, detrás del cerco de expertos tiradores que apuntan hacia afuera. Entonces se produce el duelo lamentable en­tre expertos tiradores y músicos; los músicos llevan la peor parte, pero a menudo más de un experto tirador es atravesado por un arco de violín, o por un sonido demasiado agudo o demasiado tierno.

34

Desde que los conejos industrializaron a mis padres, para prote­gerse en el invierno con el abrigo de sus pieles curtidas, vengo notando en mí un desconcierto creciente ante las cosas de la vida, que antes me habían parecido tan sencillas y lógicas.

35

Para los que sienten como cosa esencial la estética de la caza de conejos, o su metafísica, la luz es quizás el factor más importante a tener en cuenta. El sol directo afea los conejos, les quita realidad y gracia. La oscuridad de la noche los vuelve invisibles, inasibles y muy peligrosos. Es a la luz incierta de los últimos rayos oblicuos, en ese instante mágico que se produce unos minutos después de la puesta del sol, cuando los conejos adquieren toda su dimensión de belleza y verosimilitud. Pero es muy difícil cazarlos en la fugacidad de ese momento: tal es la comprensión que adquiere un observa­dor sensible.

36

El idiota se agarró la cabeza, desesperado, porque ante sus órde­nes precisas nos comportábamos como verdaderos energúmenos. Después de años de vivir encerrados en ese castillo oscuro, la liber­tad, la belleza, la salud que se respiran en el bosque nos impedían ceñirnos a la lógica inexorable de su plan.

37

Para cazar conejos hay que sacar un permiso especial, que cuesta mucho dinero. En un pequeño mostrador con caja registra­dora que hay a la entrada del bosque, un conejo gordo, de lentes y con aire de cansada resignación nos va entregando uno a uno los permisos de caza, a cambio del dinero.

Pero también, y para defenderse de los cazadores, los conejos han creado un impresionante aparato burocrático. Al cazador que desea obtener el permiso (y sin permiso es imposible cazar conejos, porque se cae en manos de los guardabosques), le obligan a presen­tar multitud de papeles; cédula de identidad, certificado de buena conducta, vacuna antivariólica, carnet de salud, recibos de alquiler, agua y luz; certificado de residencia, certificado negativo de la di­rección impositiva, carnet de pobre, libreta de enrolamiento, pasa­porte, constancia de domicilio, certificado de nacimiento, constan­cia de bachillerato, autorización para el porte de armas, declaración de fe democrática, certificado de primera comunión, constancia de jura de la bandera, libreta de matrimonio, licencia para conducir, constancia de estar al día en el impuesto de Enseñanza Primaria, certificado de defunción, etcétera.

38

La música favorita de los conejos es el Quinteto en La mayor op. 114 «La Trucha», de Schubert. Como no saben leer, se identi­fican con los movimientos nerviosos y juguetones, con el dramá­tico buen humor, con la vida fácil de la obra y entre ellos, en su lenguaje especial, la denominan con una palabra equivalente a «Conejo».

39

Hay una trampa para cazar conejos que, si bien un poco comple­ja, resulta infalible. El cebo es, desde luego, una zanahoria. El alimento preferido por los conejos es el afrecho, pero la zanahoria tiene para ellos —homosexuales en potencia— el atractivo de un poderoso símbolo fálico. Se coloca entonces la zanahoria, en actitud procaz, en un lugar bien visible —de preferencia un claro en el bosque—. Debajo de la zanahoria se cava un profundo hoyo circular, de unos tres metros de diámetro, que se cubre con tablones resisten­tes disimulados mediante hojas y yuyos. Sobre estos tablones se disemina una cierta cantidad, no necesariamente muy grande, de comejones (el comejón es reconocido por su rápido trabajo destruc­tivo en la madera). Cuando llega el conejo, atraído en primer tér­mino por el suave aroma, luego por la vista de la zanahoria de color esplendoroso, y después de largos rodeos, no sólo porque el conejo sospecha la trampa, sino porque entran a jugar en él de inmediato los complejos mecanismos sexo-gastronómicos de atracción y repul­sión, comienza a saltar sobre los talones (porque la zanahoria ha sido colocada a una altura tal que el conejo crea poder alcanzarla saltando). Aquí se entabla una hermosa lucha entre el tiempo, el conejo y los comejones. Los cazadores retienen el aliento e inter­cambian —mediante signos preestablecidos— silenciosas apuestas en dinero.

Las variantes son múltiples. O bien los saltos del conejo termi­nan por romper los tablones deteriorados por los comejones, y en­tonces caen al foso tanto los tablones como los comejones como el conejo, o bien los comejones, que prefieren a la madera la carne de conejo, aprovechan la etapa ésa del salto en que las patitas tocan los tablones para invadir su piel, y terminan por devorarlo, o bien el conejo, al sentir el mordiscón del primer comejón, alcanza gracias al dolor un impulso tal en su salto que le permite llegar a la zanaho­ria (y entonces, el comejón pasa rápidamente a la zanahoria, que es definitivamente su alimento favorito), o bien el conejo se cansa de saltar y se va, y entonces el peso del cazador que va a rescatar su zanahoria vence ahora sí la resistencia de los tablones deteriorados por los comejones y cae al foso, llevando o no consigo la zanahoria que ha tenido tiempo o no de desatar, o bien los comejones, por anterior satisfacción o por desidia, resuelven no atacar la madera de los tablones y dispersarse por el bosque, lo cual dificulta enorme­mente la posibilidad de que el conejo logre su propósito de romper los tablones, o bien la zanahoria, cansada de esperar y agobiada por la tensión nerviosa, se desprende de sus ataduras y cae entre los dientes del conejo (y es a veces en este momento cuando los tablo­nes ceden), o bien los cazadores, sobreexcitados por la emoción de la escena que están contemplando y por la enorme cantidad de di­nero que hay en juego por las apuestas cruzadas, se increpan dura­mente los unos a los otros y se van a las manos y aun se matan entre ellos, o bien se lanzan enfebrecidos sobre el pobre conejo que salta, venciendo con el peso del conjunto la resistencia de los tablones deteriorados por los comejones y cayendo todos al foso, desde el fondo del cual contemplan desesperadamente la zanahoria, o bien son los guardabosques quienes atraídos por la zanahoria o el conejo se ven precipitados al foso, donde son rápidamente devorados por los comejones, o bien el conejo, aprovechando la memoria genética de la especie, ha construido previamente trampas similares en los sitios en que los cazadores suelen apostarse, y tarde o temprano los cazadores caen a sus fosos particulares o son devorados por los comejones que se les trepan por las piernas, o ambas cosas a la vez, o bien la trampa contra los cazadores ha sido construida por los guardabosques, sus eternos enemigos, con idéntico resul­tado, o bien los comejones devoran tan rápidamente los tablones que cuando llega el conejo ve la trampa y se va, o bien, aun viendo la trampa, es fuertemente tentado por la zanahoria y en lugar de los saltitos verticales elige el salto largo, de un borde al otro del foso, tratando de alcanzar la zanahoria cuando pasa a su lado, y en uno de esos saltos puede, por una falla de cálculo, caer en el foso, o bien es Laura, la hermanita gemela del idiota, quien es fuertemente tentada por la zanahoria, y entonces los cazadores se masturban contemplando los graciosos saltos del cuerpo des­nudo, o se arrojan todos sobre ella con intención de violarla, cosa que a menudo logran si los comejones les dan tiempo, o bien no sucede ninguna de estas cosas y los cazadores se deprimen viendo cómo la hermosa zanahoria se va secando con el paso del tiempo, perdiendo su frescura y color, volviéndose fofa y resumida, que­dando finalmente convertida en una especie de fideo seco y des­lucido.

40

Cuando, al cabo de muchos años, Evaristo el plomero logró atrapar al fin un conejo, se llevó una profunda desilusión. Le había tocado un conejo vacío, sin mecanismos de relojería como los que soñaba y sin ninguna otra cosa en su interior.

Cuando, poco tiempo después de formalizado su noviazgo con Laura, la hermana gemela del idiota, Evaristo el plomero descubrió la compleja red de relaciones hetero y homosexuales entre Laura y el idiota y las dos primitas, recuperó su confianza en los conejos y siguió tratando de cazarlos.

Cuando, mucho tiempo después, Evaristo el plomero logró ca­zar un segundo conejo, y comprobó excitado que era mucho más pesado y sólido que el otro y que por lo tanto algo debería tener adentro, lo llevó a su pieza y se encerró con su instrumental para desarmarlo. Fue entonces cuando el conejo, una variante genética especial preparada por los terroristas, le explotó en la cara.

41

Hay un refrán muy usual en boca de nosotros, cazadores de conejos: «Donde menos se piensa, salta la liebre». Interpretamos la palabra «liebre» como una forma velada y poética de referirse al conejo, y cuando alguien dice este refrán, y se dice a menudo, los demás nos miramos con gestos de complicidad y de astucia.

42

La fuerza de los conejos radica en que todo el mundo cree en su existencia.

43

Para las civilizaciones acostumbradas desde largo tiempo a los números arábigos, los números romanos tienen un no sé qué de mis­terioso y sólido, de dificultoso y terrorífico.

44

Hay quienes se unen a nuestro equipo de caza no por interés en los conejos, sino en los pájaros. En efecto: quien ame el canto de los pájaros, encontrará en el bosque una tal variedad, y una tal especial calidad en los cantos, que quedará maravillado. Son estas personas las que más sufren cuando se enteran, tarde o temprano, de que hay poquísimos pájaros en este bosque, y los que hay casi no cantan o cantan mal o sin ganas; un canto opaco, sin brillo ni energía. Quie­nes cantan son las arañas, esa clase de arañas enormes y peligrosas que hacen sus nidos en las copas de los árboles y se valen de su canto para atraer victimas. El amante del canto de los pájaros, hombre de sangre dulce, es la víctima favorita de estas arañas.

45

El bosque acicateado, profanado y devastado por generaciones y generaciones de guardabosques, se ha convertido hoy en una triste ciudad. Los conejos han pasado a residir en el inmundo sistema de alcantarillas, y el cazador se ha visto obligado a cambiar sus sistemas de caza, su indumentaria y su sentido del humor.

46

Tardamos infinidad de veranos en descubrir que los conejos, en verano, emigran del bosque a la playa. Usan trajes de baño de vis­tosos colores, anteojos para el sol y sombrillas, y nos resulta prácti­camente imposible distinguirlos de los otros turistas. Como, ade­más, nosotros, la gente del castillo, no somos afectos a la playa, hemos finalmente decidido suspender la caza de conejos en el ve­rano, y jugamos, en vez, a la lotería de cartones.

47

Esteban, el hijo menor de Laura, es el vivo retrato de su padre (el casi legendario conejo Archibaldo).

Cuando viene de caza con nosotros es prácticamente imposible distinguirlo de los otros cone­jos, y es así como ha recibido, varias veces, peligrosas heridas. Ahora optamos por colocarle un par de cartones redondos, uno en el pecho y otro en la espalda. Estos cartones tienen dibujados varios círculos concéntricos de distintos colores, como los cartones que suelen utilizarse para la práctica del tiro al blanco. De este modo confiamos en que la próxima vez no habremos de errar el tiro.

48

Las fatigosas marchas dominicales, al rayo del sol y con la carga de nuestro absurdo ropaje y nuestras armas, nos decidieron por fin a trasladar el bosque al interior del castillo. Lo hicimos en una tarde, ocupando a estos efectos todas las macetas y tachos que po­seíamos.

En poco tiempo el bosque se secó. Al principio quedamos dis­gustados y desconcertados, pero luego recuperamos nuestra alegría al descubrir que en el desierto que dejamos en lugar del bosque, los conejos eran mucho más visibles y es por lo tanto mucho más fácil cazarlos.

49

Si hay algo tal vez más apasionante que la caza de conejos, es la pesca. Aunque el ejercicio es menos violento, la espera no es por ello menos tensa.

Y no hay emoción comparable a la de ver moverse de pronto la pequeña boya de corcho pintado de rojo, y sentir en la línea los nerviosos tirones, y recoger el hilo de nailon con el ril, comprobando en el otro extremo la resistencia del conejo que, des­de el fondo del río, hacemos finalmente emerger con el paladar atra­vesado por el enorme anzuelo, la zanahoria de cebo casi intacta.

50

La mayor dificultad que se presenta, aun para el cazador más avezado, es poder distinguir a primera vista la diferencia entre un conejo y una gallina. Como las gallinas abundan más que los cone­jos, y en una proporción realmente alarmante, con demasiada fre­cuencia terminamos comiendo los detestables caldos de gallina se­guidos de gallina a la portuguesa y arroz con menudos de gallina, en lugar de los sabrosos conejos a la brasa que son nuestro deleite y nuestra razón de vivir.

El cazador se engaña casi siempre por la semejanza de los pelitos de las patas de unos y otras, de las orejitas sedosas y romas, y sobre todo por el colorido de las alas y ese tono apagado de los enormes colmillos de marfil. En cambio es muy fácil distinguirlos en el labo­ratorio: la reacción al papel tornasol muestra que la saliva de la gallina tiene un pH mucho más elevado que la saliva del conejo. Pero aunque muchos opinen lo contrario, un bosque no es lo mismo que un laboratorio, y seguimos comiendo gallina y acumulando ren­cor contra la vida.

51

Si usted quiere venir con nosotros a la caza de conejos, desde ya le prevengo que más le conviene abandonar la idea. En primer lu­gar, le será muy difícil, si no imposible, localizar nuestro castillo. Ex profeso he dado referencias muy vagas, cuando no mentirosas, en mis textos. En segundo lugar, localizado el castillo, no podrá eludir las innumerables trampas mortales que hemos diseminado a su alrededor, justamente para librarnos de los extraños como usted. En tercer lugar, eludidas las trampas, le será imposible vadear el foso repleto de cocodrilos. En cuarto lugar, vadeado el foso, será incapaz de salvar el enorme portón de altísimas rejas, de hierro, terminadas en puntas de lanza. En quinto lugar, salvado el portón, la frialdad de nuestro recibimiento le provocará semejante desá­nimo que decidirá volver sobre sus pasos. Pero si usted es capaz de vencer todas estas dificultades, si bien no podrá venir de caza con nosotros porque el reglamento establecido por el idiota lo prohíbe expresa y terminantemente, obtendrá en cambio la mano de la hija del Rey, esa hermosísima mujer que desde tiempo inmemorial es­pera al hombre capaz de merecerla.

52

El idiota confundió al oso amaestrado disfrazado de conejo que siempre llevamos como señuelo en nuestras cacerías, con su primita Beatriz. El oso permitió que le babeara la espalda pero, aunque irredento imbécil, destrozó al idiota de un zarpazo cuando intentó acariciarle las nalgas.

53

Evaristo, el plomero, cazaba conejos con el soplete.

54

Quien use los conejos con fines afrodisíacos debe cuidarse espe­cialmente de una variedad de conejos que son sedosos al tacto cuando están tranquilos pero que a la menor presunción de cual­quier tipo de peligro erizan sus pelos, que se vuelven duros y afila­dos como las púas de un puercoespín.

55

Los cachorros de tigre que han perdido prematuramente a la madre son por lo general recogidos por conejas que han perdido a sus crías; de la simbiosis que se establece con el tiempo resultan esos ejemplares de conejas feroces y carniceras, y de tigres temerosos, saltarines y más bien amariconados.

56

Evaristo el plomero creía cuando era joven, debido a nuestra pronunciación rioplatense de la zeta, que íbamos a casar conejos, y en su primera cacería junto a nosotros fue con un sacerdote.

En adelante tomamos el cuidado de pronunciar la zeta al estilo castizo, lo cual favoreció en nosotros el desarrollo de una notable afición por las cosas españolas, y en especial la música. Es así que ahora, los domingos, en lugar de ir de caza nos quedamos en el cas­tillo escuchando discos y hablando de toros.

57

No llevamos a nuestros niños a las cacerías para evitarles el bochornoso espectáculo de las conejas que se dedican a la prostitu­ción.

58

Era la primera y última vez que íbamos a cazar conejos. Nuestra filosofía, que nos mantiene unidos coherentes, nos prohíbe repetir una experiencia determinada, cualquiera que ella sea. Este es el secreto de nuestra eterna juventud, de nuestra alegría constante y de esa llama de bondad suprema que siempre ilumina nuestros ojos.

59

Hicimos un alto en la marcha; ese día estábamos agotados y no podíamos encontrar el bosque. Aproveché la pausa para sentarme sobre una piedra y desenvolver el paquete de papel de estraza que me había dado mi madre; pero en lugar de las habituales milanesas, encontré un par de viejas alpargatas.

60

Poniendo un conejo contra el oído, se oye el ruido del mar.

61

Atravesado arteramente por un conejo, las últimas palabras del idiota fueron: «Estoy cansado de combatir, nuestros jefes están todos muertos... Aquel que ha conducido a los jóvenes está muer­to... Hace frío y no tenemos frazadas ni alimentos. Los niños peque­ños se están helando hasta morir... ¡Escuchadme! Mis jefes: estoy cansado; mi corazón está enfermo y triste. Desde el punto en que el sol se encuentra ahora, ya no combatiré jamás». Muy pocos logra­ron identificar la cita.

62

Cuando un conejo sufre de polución nocturna, una gran calma se extiende sobre el bosque.

63

El conejo con tendencias paranoides se cree perseguido por mul­titud de cazadores que quieren hacerle daño; es retraído y descon­fiado, y se pasa la vida imaginando que va a ser víctima de comple­jas maquinaciones y de terribles trampas. En la etapa aguda de su delirio, sus movimientos son torpes y descoordinados y pierde toda capacidad de raciocinio. Éste es el momento más apropiado para que el cazador lo atrape con facilidad.

64

Cuando cayó el idiota, atravesado por una certera flecha de los guardabosques, sus últimas palabras fueron: «La liberación de la energía encerrada en el átomo lo ha cambiado todo, salvo nuestra manera de pensar, y por esta razón avanzamos incesantemente hacia una catástrofe sin precedentes. Para que la humanidad so­breviva debe cambiar sus maneras de pensar. Una de las necesida­des más urgentes de nuestro tiempo es la de disipar esta terrible amenaza».

65

La música favorita de los conejos es el Concierto en Re menor opus postumo «La Muerte y la Niña», de Schubert. Se identifican con su violencia interior, con su drama sombrío, con su sentido agónico. Como no saben leer la tapa del long-play, en su lenguaje particular llaman entre ellos a esta obra «La Muerte y la Niña».

66

Huberto, el sociólogo, trabajó varios años en el estudio de la organización socio-económica de los conejos. Sintetizó su investiga­ción en una sola frase: «Dignidad arriba y regocijo abajo».

Curiosamente, trabajando en forma separada, paralela a la de Huberto, llegó a la misma síntesis, expresada en la misma frase, Federico el sexólogo.

67

Se dice, de los textos aquí presentados bajo el título de «Caza de conejos», que se trata en realidad de una fina alegoría que describe paso a paso el penoso procedimiento para la obtención de la Piedra Filosofal; que, ordenados de una manera diferente a la que aquí se expone, resultan una novela romántica, de argumento lineal y con­tenido intrascendente; que es un texto didáctico, sin otra finalidad que la de inculcar a los niños en forma subliminal el interés por los números romanos; que no es otra cosa que la recopilación desorde­nada de textos de diversos autores de todos los tiempos, acerca de los conejos; que es un trabajo político, de carácter subversivo, donde las instrucciones para los conspiradores son dadas veladamente, mediante una clave preestablecida; que el autor sólo busca autobiografiarse a través de símbolos; que los nombres de los perso­najes son anagramas de los integrantes de una secta misteriosa; que ordenando convenientemente los fragmentos, con la primera sílaba de cada párrafo se forma una frase de dudoso gusto, dirigida contra el clero; que leído en voz alta y grabado en una cinta magnetofó­nica, al pasar esta cinta al revés se obtiene la versión original de la Biblia; que traducida al sánscrito, el sonido musical de esta obra coincide notablemente con un cuarteto de Vivaldi; que pasando sus hojas por una máquina de picar carne se obtiene un fino pol­villo, como el de las alas de las mariposas; que son instrucciones secretas para hacer pajaritas de papel con forma de conejo; que toda la obra no es más que una gran trampa verbal para atrapar conejos; que toda la obra no es más que una gran trampa verbal de los conejos, para atrapar definitivamente a los hombres. Et­cétera.

68

Nunca como aquel domingo habíamos visto que la cosquilla de los yuyos provocara en Laura tal alocada excitación. Dejó de gatear y se irguió de un brinco, saltaba y giraba sobre sí misma, se frotaba los pechos y el vientre, se abrazaba a los árboles, gritaba y daba inusitadas cabriolas. Todos nos quedamos perplejos, pero el idiota nos explicó, en dos palabras, mientras se acariciaba el bigote, la mirada ausente: «Bichos colorados», dijo.

69

—Capitán —le dije al idiota—, los hombres están agotados.

El idiota se secó el sudor de la frente y me miró con cansancio, esbozando una sonrisa triste.

—Lo sé —respondió.

Me mandó dar la orden de descanso. Los hombres se dispersa­ron, se sentaron en troncos o en el suelo, se quitaron las botas, se frotaban y acariciaban los pies llagados y cuarteados.

—Capitán —le dije, en nuevo aparte—, ¿no sería mejor abando­nar la lucha? ¿Volver al castillo? ¿Cuánto tiempo hace que estamos aquí, dando vueltas sin sentido?

—Hace tiempo —respondió—, hace mucho tiempo que he aban­donado la lucha. Hace mucho tiempo que lo único que busco es la forma de salir.

—¿La brújula?

—Enloquecida. Señala cualquier dirección. Todas las direccio­nes.

—¿Las estrellas?

—¿Quién ha visto una puta estrella desde este puto bosque?

El Capitán se quitó la gorra ajada y sucia y la arrojó al suelo con furia. Quedé en silencio unos instantes.

—¿Por qué razón era que habíamos venido? —pregunté, al fin.

—Nadie lo recuerda exactamente. Había un enemigo contra quien luchar, pero ni siquiera sé, ahora, si alguna vez supimos de quién se trataba.

—Teníamos consignas.

—Teníamos fe en el triunfo.

—Sabíamos lo que queríamos.

—Nuestra causa era justa.

—¿Y ahora?

—Ahora, hay que seguir luchando. Luchando contra el bosque. El enemigo verdadero es el bosque. El otro, la razón de que este­mos aquí, ha desaparecido tal vez hace mucho. ¿Y cómo lo recono­ceríamos?

—Hemos perdido muchos hombres.

—Hemos de perder muchos más todavía.

—¿Y qué será de nuestras mujeres, de nuestros hijos en el cas­tillo?

—Tal vez nos hayan olvidado. Tal vez nos den por muertos. Tal vez ellas se hayan casado nuevamente. ¿Evaristo?

—Muerto. Hace meses.

—¿Huberto?

—Muerto, también, hace años, creo.

—¿Esteban?

—Muerto o desaparecido.

—¿Federico?

—Muerto por las fieras.

—Este bosque parece infinito.

—Tal vez lo sea.

—¿Y el castillo?

—¿Existió alguna vez el castillo?

El Capitán dio la orden de formar filas y seguir adelante, abrién­dose paso a machete. Algunos no pudieron obedecer. La fatiga, la fiebre.

—¿Qué hacemos? —pregunté.

—Adelante —respondió el Capitán.

Y dando el ejemplo sacó el machete y comenzó a abrirse paso por centésima, por milésima vez en el bosque. Los hombres se tambaleaban o se arrastraban detrás de nosotros. Un ejército de desechos humanos.

Y el otro enemigo era el silencio.

70

Nunca pudimos salir del castillo. Por temor, por desidia, por comodidad, por falta de voluntad. Y a pesar de todo, nuestra única ambición era ir al bosque a cazar conejos. Planificábamos expedi­ciones perfectas que jamás se llevaron a cabo. Estudiábamos los manuales más completos sobre la caza del conejo. Pero nunca nos atrevimos a salir del castillo.

71

Doña Encarnación ha ideado una salsa para aderezar el co­nejo a la cacerola. Es tan sabrosa, intervienen en su preparación tantos y tan bien elegidos elementos, que por lo general termina­mos por despreciar el conejo y nos limitamos a mojar el pan en la salsa.

72

¿Quién podría imaginar un monstruo capaz de matar a un co­nejo? Nosotros los cazamos por deporte, y luego los devolvemos sanos y salvos a su bosque. Ellos lo saben, y si oponen alguna resistencia para hacer más divertido el juego, finalmente se dejan atrapar complacidos.

73

El idiota es un ser que salpica. Para hablar con él hay que estar alerta o mantenerse a cierta distancia, por sus reiteradas eyaculaciones o el estallido de sus globos de baba. Algunos le salen muy gran­des, como enormes e irisadas pompas de jabón. Se desprenden de su boca, flotan suavemente en el bosque, llevados por la brisa, eludiendo los árboles. A menudo, un cazador absorto en su presa, pendiente, tras un árbol, de los menores movimientos del conejo, esperando el momento preciso para dispararle sin errar, es tocado de pronto por uno de estos enormes globos, que estalla y lo baña de la cabeza a los pies con una baba espesa y gomosa.

74

—Dígame una cosa, don —me dijo un conejo con gravedad, apoyando una pata sobre mi hombro—. ¿Por qué no se deja de joder con los conejos y escribe otra cosa?

75

Ahora, único sobreviviente, he quedado solo en el castillo. Se­ñor feudal muy pobre, sin compañeros ni mujer ni hijos ni servi­dumbre, mi única posesión es este castillo tenebroso y cerrado, que es mi cárcel. Después de tanta algarabía y tanto brillo, el único sonido que permanece es el tic tac del antiquísimo, enorme reloj de péndulo. Este sonido me irrita y me produce insomnio. Pero no puedo dejar de darle cuerda; me sirve para contar, anhelante, cada uno de los minutos que desgraciadamente voy sobreviviendo a los demás. Es, también, una forma de compañía.

76

Desde la noche en que, valiéndose de la superioridad numé­rica, el tamaño y la fuerza, y el factor sorpresa, los conejos toma­ron por asalto el castillo y nos desalojaron, se han ido humani­zando progresivamente mientras nosotros nos vamos embrutecien­do en el bosque.

77

Para escribir historias de conejos, es preciso dejarse crecer un bigote sedoso y espeso. Después se hace inevitable pasarse varias horas acostado en la cama, mirando el techo, mientras los dedos, inconscientemente, acarician con curiosidad y ternura la novedosa mata. Luego de un tiempo, los dedos se acostumbran a su presencia y la van olvidando; pero, mientras tanto, las historias de conejos surgen solas, inexorablemente.

78

Los conejos, plaga social y todopoderosa, habían devastado los sembrados y jardines que rodean al castillo. A solas en el castillo, salí esa noche afuera y a la luz de la luna me sentía observado por millares de ojitos rojos y brillantes. Me detuve ante la única rosa que se erguía, intacta, en el jardín destrozado. Caí de rodillas, los brazos extendidos.

—¡Conejos! —clamé, y la noche me devolvía las palabras en ecos multiplicados—. Vosotros, que poseéis la llave del bien y del mal; vosotros, amos de la vida y de la muerte; vosotros, todopode­rosos tejedores de dicha e infortunio; vosotros, quienes me habéis arrebatado mi tesoro, quienes de mi vida no habéis dejado en pie más que esta humilde, única flor: a vosotros, conejos, os suplico. Con humildad, de rodillas. Os suplico que no toquéis esta rosa, que no toquéis esta rosa.

A la mañana siguiente me asomé a la ventana y vi que los cone­jos habían destrozado salvajemente la rosa y el rosal; los pétalos y las hojas yacían esparcidos, retorcidos, sobre la tierra hollada por millares de patas salvajes y diabólicas. En su lugar, habían erigido una enorme estatua de barro, con forma de conejo, que miraba en mi dirección, con una mano en los genitales en actitud procaz y la otra en el hocico, haciéndome una cuarta de narices.

79

Después de haberlo probado todo en el castillo—los aquelarres, la poligamia, la meditación mística, la acupuntura china, las pala­bras cruzadas, los conciertos de cámara, la gimnasia yoga, las vela­das literarias, el trabajo físico, el ayuno, los juegos parapsicológicos, el cadáver exquisito, la ruleta, la malilla y el tute, la militancia política, los baños de inmersión, la lucha libre, etcétera—, se nos ocurrió que para combatir nuestra constante angustia existencia! de­bíamos dedicarnos a la caza de conejos. Organizamos una expedi­ción, bien armada, planificada y completa.

Cuando llegamos al bosque, parecía que los conejos nos estaban esperando. Bailaban para nosotros con sus polleritas de rafia, nos convidaban con sabrosos refrescos servidos en vasitos de papel en­cerado, entonaban bellas canciones acompañándose de pequeñas guitarras hawaianas. Luego nos propusieron intercambio: tenían alforjas llenas de hermosas cuentas de bellísimos colores, espejitos en los cuales uno podía verse el rostro reflejado con perfección inusitada, collares y pulseras, llaveros y navajitas con incrustaciones de nácar. Yo no pude resistirme, y cambié mi escopeta por un en­cendedor de tanque de plástico transparente, dentro del cual flotaba una mosquita artificial como las que usan los pescadores. Todos volvimos prácticamente desnudos al castillo, cargados de objetos brillantes y novedosos para nosotros y nuestras mujeres.

A la mañana siguiente, nos despertamos con la inquietante cer­teza de haber sido engañados como perfectos imbéciles.

80

El conejo tiene un solo punto débil: su poderoso instinto mater­nal. Si su bien adiestrada desconfianza por el hombre no nos per­mite cazarlos de ninguna otra manera, ni con armas ni trampas, te­nemos un recurso extremo e infalible: vestimos al enano con ropas de bebé, y lo dejamos abandonado en el bosque, dentro de una canastita de mimbre. Entre sus ropitas disimula una pistola calibre 45, y es difícil que no regrese con una buena docena de conejos muer­tos.

81

Nunca pudimos hacerle entender al idiota cómo son los conejos muertos.

—Tiene orejas largas —le decíamos, y traía un burro.

—Es pequeño —y traía una pulga.

—Es del tamaño de un perro chico —y traía un perro chico.

—Es un roedor —y traía una rata.

—Vive en el bosque —y traía una víbora.

—Tiene cuatro patas —y traía una mesa.

—Se desplaza por medio de saltos —y traía un canguro.

—Es blanco y tierno, simpático y sensual, de tacto suave y cuerpo palpitante —y trajo a su primita Águeda, con el corazón, atravesado por un certero flechazo.

82

Los conejos son de una fertilidad tan asombrosa que en el bos­que se han colocado carteles previniendo contra la extinción de la especie a breve plazo.

83

Cuando vamos a cazar conejos al bosque, es tan poco frecuente que encontremos alguno que, si alguna vez descubrimos un conejo moviéndose entre el pasto, inmediatamente somos todos los cazadores juntos que disparamos sobre él, lo acribillamos, lo agujereamos y reventamos de tal forma todos al unísono con nuestras escopetas y ametralladoras, que después no queda casi nada del conejo y nos volvemos al castillo completamente frustrados.

84

Es tal la repulsión, el asco, el horror que nos provoca la vista de un conejo, que si por casualidad hallamos alguno cuando vamos al bosque a cazar elefantes, tiene la virtud de despertar en nosotros una crueldad a la vez refinada y atávica. Rápidamente instalamos en un claro una cruz de madera, y clavamos a ella las manos y los pies del conejo; en su inmunda cabeza colocamos una corona de espinas y nos sentamos a su alrededor a contemplar cómo agoniza, durante horas, mientras le escupimos y le lanzamos nuestros peores insultos.

85

Nuestros niños, quienes siempre nos acompañan en la caza de conejos, aprendieron de éstos una palabra de oscura significación, un adjetivo que aplican indiscriminadamente a distintos sustantivos en las más diversas circunstancias: chulé. El idiota es chulé, los nuevos cortinados del castillo son chulé, el café con leche es chulé, las manchas de alquitrán son chulé.

Evaristo el plomero, que en sus ratos de ocio tiene inquietudes filológicas, dedicó una larga temporada a investigar el lenguaje de los conejos. Descubrió por fin que el adjetivo chulé que utilizan los niños es una deformación de la única expresión que usan los conejos para comunicarse entre ellos, moviendo la cabeza tristemente: la expresión inglesa too late (demasiado tarde).

86

En la huerta que tenemos a los fondos del castillo, crece un árbol extraordinario y maravilloso, cuyo fruto es el conejo.

En primavera se cubre de flores blancas y grandes. Hacia el verano, el conejo está a punto de madurez. Sólo tenemos que esti­rar la mano, arrancarlo, y llevarlo directamente a la cacerola.

87

Por intercambio de mutuas influencias, con el paso de los años los guardabosques se fueron transformando en conejos, los conejos en comejenes, los comejenes en zanahorias, las zanahorias en caza­dores, los cazadores en guardabosques. El equilibrio ecológico fue cuidadosamente respetado.

88

—Lo nuestro es imposible —me dijo Laura—. Soy dueña de un castillo, estoy rodeada de joyas y sirvientes, mis dominios se extienden hasta donde puede alcanzar la vista, y más aún. Tú, en cambio, no eres más que un sucio y pobre conejo de los bosques.

89

La felicidad de los conejos terminó cuando la especie comenzó a degenerar, tal vez por la nefasta influencia del idiota. Se dedicaron a imitarlo en sus masturbaciones y globitos de baba y a salpicar a todo el mundo. Al cabo de algunas generaciones adquirieron colmillos, y luego lanzaron un manifiesto de Fe Racionalista.

90

Poco a poco, casi insensiblemente, los conejos pasaron a domi­narnos. Nos han cercado en este inmundo castillo, donde nos hacen vivir penosamente. Nos obligan, mediante hábiles técnicas publici­tarias o bien por la fuerza, a fabricar y consumir toda una serie de productos que no necesitamos realmente. Nuestra otrora pujante y alegre raza de cazadores se ha transformado en una opaca y deslu­cida caricatura. Conservamos nuestras vestimentas y nuestros som­breros rojos, pero ya no nos ocupamos de la caza ni prácticamente de nada que valga la pena.

91

Cuando en el cine de mi barrio exhiben alguna hermosa y delicada película sobre conejos, la sala se llena de estos repugnantes animales de olor nauseabundo y que estropean las alfombras con sus patas engradadas. Mastican ruidosamente sus zanahorias mientras se exhibe el film, lo comentan en voz alta con total despreocupación por los otros espectadores, hacen chistes groseros y ríen estrepitosamente durante las partes más sublimes. Lo peor de todo es escuchar sus comentarios, mientras salen poniéndose el sobretodo o del brazo de sus conejas. «Me pregunto dónde está el mensaje» —suelen decir.

92

Hemos equipado el castillo con luz eléctrica, heladera, lavarropas, televisión y otros inapreciables artefactos, gracias a los conejos. En efecto: como no hay ningún río cercano, hemos fabricado una gran jaula circular, del mismo tipo de las que se fabrican para las graciosas ardillitas, pero mucho más grande. La fuerza que desarro­llan los conejos al tratar de huir, y que hace girar la jaula sobre su eje central, es aprovechada por nosotros, transformada en energía eléctrica y almacenada en un acumulador que surte las instalaciones del castillo. Y no tenemos ningún gasto: no hace falta siquiera ali­mentar a los conejos. Dada su asombrosa fertilidad, cuando alguno se muere de hambre y fatiga es rápidamente repuesto por otro, que traemos del bosque.

A veces nos preguntamos por qué corren los conejos adentro de la jaula. Nos respondemos, siempre: porque son irremediablemente imbéciles.

93

Un procedimiento muy eficaz para cazar conejos, consiste en descubrir su madriguera y hacer una fogata a la entrada, poniendo algunas maderas y hojas verdes que producen un humo espeso. Di­rigiendo el humo hacia adentro de la madriguera, por medio de un abanico o un fuelle, en breves instantes aparece el conejo medio asfixiado, tosiendo y con los ojos llenos de lágrimas. Fácil presa para el cazador.

Pero parece que en los últimos tiempos los conejos han apren­dido esta artimaña, y se ha vuelto peligrosa para el propio cazador. En efecto: hay conejos que fabrican otras salidas para su madrigue­ra, lejanas e invisibles, y cuando sienten el humo se escapan por ellas. Dan un largo rodeo y trepan al árbol que está detrás del cazador agazapado —abanicando o accionando el fuelle con frui­ción—, y desde allá arriba le dejan caer en la cabeza una pesada bocha, o una roca, o una bala de cañón.

94

La madriguera favorita de una variedad especialmente pe­queña de conejos es Águeda, la prima del idiota. Ella está casi siempre tendida en la alfombra, junto a la chimenea, con las pier­nas ligeramente entreabiertas. Uno puede sentarse a prudente dis­tancia, y si tiene paciencia y no hace ruido observará al cabo de un tiempo la blanca y nerviosa cabecita orejuda que se asoma y mira. Águeda odia a los cazadores y protege a sus conejitos. Siempre tiene a mano un balde de agua para apagar las fogatas que hacen algunos cazadores fanáticos. Los conejitos, sabiéndose protegidos, se acodan a veces en la puerta de la madriguera y nos miran con desprecio, con una tremenda expresión de complacencia malvada en sus ojitos redondos.

95

«En una época —me decía un viejo conejo— este bosque estaba repleto de guardabosques. Daba gusto verlos retozar en el pasto, vestidos con sus brillantes uniformes. Ahora los tiempos han cam­biado. Esté seguro de que no hallará un solo guardabosques, así se pase la vida buscándolo.» El disfraz de conejo era perfecto, pero de todos modos no logró engañarme. «Vamos, guardabosques —le di­je, con aire de superioridad protectora—, te invito a tomar unas cañas en el boliche.»

96

Como ejemplo aleccionante para los cuervos y las hienas del bosque, colgamos a veces los esqueletos de nuestros niños en unas horcas siniestras.

97

Laura prefiere los hombres a los conejos. Cuando vamos al bosque, de caza, ella se tiende en el pasto y espera que vengan hombres a poseerla. Los hombres salvajes que habitan el bosque son de inusual virilidad y muy hábiles para el abrazo, muy al contrario de los cazadores de conejos, a quienes la vida sedentaria en el castillo nos ha vuelto pálidos, débiles, gordos, torpes y más bien afeminados.

98

Amaestramos a un conejo y lo disfrazamos de oso bailarín. Se lo vendimos a un circo. Nos dieron mucho dinero, pases gratuitos para todas las funciones y una mujer gorda y barbuda que tenían repe­tida.

99

Yo sentía pinchazos en las piernas. Al principio no les daba importancia, pensando en los darditos inofensivos de las arañas con ropas de cazador y sombrero rojo. Pero cuando el dolor y el mareo me hicieron vacilar y caer, y antes de que la vista se me nublara definitivamente, vi a las pequeñas enfermeras, de túnica blanca, con sonrisas diabólicas llenas de colmillos, acribillándome con esas agu­jas hipodérmicas llenas de un veneno amarillento, dolorosísimo y fatal.

Epílogo

En total éramos muchos, y nadie pensaba cumplir las órdenes. Había cazadores solitarios y había grupos de dos, de tres o de quince. Todos los detalles habían sido previstos. Teníamos un plan completo. Llegados al bosque inmenso, el idiota levantó una mano y dio la or­den de dispersarnos. Laura iba desnuda. Otros llevaban las manos vacías. Y escopetas, puñales, ametralladoras, cañones y tanques. Teníamos sombreros rojos. Era una expedición bien organizada que capitaneaba el idiota. Fuimos a cazar conejos.

Marzo 1973



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