lunes, 14 de julio de 2008

Bukowski

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FRAGMENTO DE FACTOTUM (TEXTO COMPLETO AQUI)




Me contrataron casi en seguida en una compañía que fabricaba tubos fluorescentes. Estaba en lo alto de la calle Alameda, hacia el norte, en un complejo de almacenes. Yo era el encargado de facturación. Era muy sencillo, cogía los pedidos de una cesta de alambre, rellenaba la ficha, empaquetaba los tubos en cajas de cartón y los ordenaba en pilas afuera en el patio de carga, cada caja etiquetada y numerada. Pesaba las cajas, hacía una factura de envío y telefoneaba a la compañía de transportes para que vi­niese a recoger el material.


El primer día que pasé allí, por la tarde, escuché un fuerte estruendo de cristales rotos detrás mío, cerca de la línea de ensamblado. Las viejas repisas de madera que sostenían los tubos de neón acabados estaban soltándose de la pared y todo se iba cayendo al suelo —el metal y el vidrio chocaban contra el suelo de cemento, rompiéndose en mil pedazos, un repiqueteo terrible. Todos los traba­jadores de la línea de ensamblado salieron despavoridos hacia el otro extremo del edificio. Luego se hizo el si­lencio. El patrón, Mannie Feldman, salió de su oficina.


—¿Qué cojones está pasando aquí?


Nadie respondió.


—¡Muy bien, parad de ensamblar! ¡Que todo el mun­do coja CLAVOS Y MARTILLO y vuelva a poner esas jo-didas repisas ahí arriba!


Feldman volvió a entrar en su oficina. Yo no tenía otra cosa que hacer más que entrar y ayudarles. Ningu­no de nosotros era carpintero. Nos tomó toda la tarde y parte de la mañana siguiente el volver a clavar las repi­sas en la pared. Cuando acabamos, Feldman salió de su oficina.


—¿Así que por fin lo hicisteis? Muy bien, escuchadme ahora... Quiero que los 939 sean apilados en lo más alto, los 820 en la siguiente repisa, y las lamparillas y el cris­tal en las repisas más bajas. ¿Entendéis? ¿Lo ha entendi­do todo el mundo?


No hubo la menor respuesta. Los del tipo 939 eran los tubos más pesados —más pesados que una madre— y el tío los quería arriba del todo. Era el jefe. Nos pusimos a ello. Los apilamos allí en lo alto, con todo su peso, y api­lamos el material ligero en las repisas inferiores. Luego volvimos al trabajo. Las repisas aguantaron durante el resto del día y toda la noche. A la mañana siguiente em­pezamos a oír crujidos. Las repisas estaban comenzando a ceder. Los trabajadores de la línea de ensamblaje se fueron apartando, sonrientes. Diez minutos antes del des­canso para el café, todo se vino de nuevo abajo. El señor Feldman salió corriendo de su oficina.


—¿Qué cojones está ocurriendo aquí?



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FRAGMENTO DE PULP (TEXTO COMPLETO AQUI)



Ella entró en mi oficina.
Bueno, o sea, aquello no era justo. El vestido le estaba tan apretado que casi le estallaban las costuras. Demasiados batidos de chocolate. Llevaba unos tacones tan altos que parecían zancos. Caminaba como un borracho contoneándose por la habitación. Un glorioso vértigo de carne.


–Siéntese, señora –le dije.
Se dejó caer y cruzó las piernas muy arriba, tan condenadamente cerca que se me salían los ojos de las órbitas.


–Encantado de verla, señora –le dije. –Deje de hacerse el bobo, por favor. No tengo nada que no haya visto usted nunca.


–En eso se equivoca, señora. ¿Podría darme usted su nombre? –Señora Muerte. –¿Señora Muerte? ¿Es usted del circo? ¿Del cine?
–No.
–¿Lugar de nacimiento?
–Da lo mismo.
–¿Año de nacimiento?
–No se haga el gracioso. –Sólo intentaba tener algunos antecedentes. De alguna manera se me fue el santo al cielo. Empecé a mirarle fijamente las piernas. Siempre he sido un hombre de piernas. Fue lo primero que vi al nacer. Después intenté salir. Desde entonces he intentado la dirección contraria pero con bastante poco éxito.


Ella chasqueó los dedos: –Eh, déjelo ya. –¿Ehhh? –dije levantando la mirada. –El asunto Céline. ¿Se acuerda? –Sí, claro.
Desdoblé un clip y apunté hacia ella con el extremo. –Necesitaré un cheque por servicios prestados. –Por supuesto –dijo sonriendo–. ¿Cuál es su tarifa? –6 dólares la hora.


Sacó su talonario de cheques, garabateó algo, arrancó el cheque del talonario y me lo lanzó. Aterrizó en mi escritorio. Lo cogí. 240 dólares. No había visto tanto dinero desde que acerté un pleno en Hollywood Park en 1988.


–Gracias, señora... –...Muerte –dijo ella. –Sí, sí –dije–. Ahora déme algunos detalles sobre ese tal Céline. ¿Dijo usted algo de una librería?


–Bueno, se ha pasado varias veces por la librería de Red, ha estado hojeando libros, preguntando sobre Faulkner, Carson McCullers, Charles Manson...


–Así que se pasa por la librería, ¿eh? Hmmm....
–Sí –contestó–. Ya conoce usted a Red. Le gusta echar a la gente de su librería. Te puedes gastar mil dólares, pero te quedas uno o dos minutos más y entonces Red te dice: ÿ¿Por qué no te largas de una puñetera vez?Ÿ Red es un buen tipo, sólo que está un poco chiflado. Bueno, pues echa una y otra vez a Céline, y Céline cruza a Musso's y se queda dando vueltas por el bar con aire triste. Vuelve al día siguiente o al otro y vuelve a suceder lo mismo.


–Céline está muerto. Céline y Hemingway murieron con un día de diferencia. Hace 32 años.


–Lo de Hemingway lo sé. Conseguí a Hemingway. –¿Seguro que era Hemingway?
–Oh, sí. –Entonces, ¿cómo es que no está segura de que este Céline es el auténtico Céline?


–No lo sé. Tengo una especie de bloqueo en este asunto. No me había ocurrido nunca hasta ahora. Puede que lleve demasiado tiempo en este rollo. Así que por eso he venido. Barton dice que usted es bueno.


–¿Y usted piensa que el auténtico Céline está vivo y quiere conseguirlo? –No sabe cuánto, jefe.
–Belane. Nick Belane.
–Muy bien, Belane. Quiero estar segura. Tiene que ser el auténticoCéline, no cualquier tonto del culo que se crea que lo es. Ésos abundan.


–Como si no lo supiera. –Bueno, empiece con ello. Quiero conseguir al escritor más grande de Francia. He esperado mucho tiempo.


Después se levantó y salió. Nunca en mi vida había visto un culo como aquél. Más allá del concepto. Más allá de cualquier cosa. Ahora no me molestéis. Quiero pensar en aquel culo.



3


Al día siguiente.
Yo había anulado la cita para hablar en la Cámara de Comercio de Palm Springs.


Estaba lloviendo. El techo tenía goteras. La lluvia se colaba a través del techo y hacía spat, spat, spat, aspat, spat, spat, spat, aspat, spat, spat, spat, aspat, spat, spat, spat...


El sake me mantenía caliente. Pero caliente ¿qué? Nada de nada. Allí estaba yo, a mis 55 años y sin siquiera un cacharro para recoger la lluvia. Mi padre me había advertido que acabaría mis días meneándomela en el porche trasero de algún desconocido en Arkansas. Y aún estoy a tiempo de hacerlo. Los autobuses para allá salen a diario. Pero los autobuses me producen estreñimiento y siempre hay algún viejo británico de barba rancia que ronca. Tal vez fuera mejor trabajar en el caso Céline.


¿Era Céline Céline o era otra persona? A veces me parece que ni siquiera sé quién soy yo. Bueno, sí, soy Nick Belane. Pero fíjate, si alguien grita: ÿ–Eh, Harry! –Harry Martel!Ÿ, casi seguro que le contesto: ÿSí, ¿qué pasa?Ÿ Quiero decir que yo podría ser cualquier otro. ¿Qué importancia tiene? ¿Qué tiene un nombre?


La vida es extraña, ¿verdad? Siempre me elegían al final en el equipo de béisbol porque sabían que yo podía lanzar la pelota-hija-de-puta desde allí hasta Denver, –Ratas celosas!, eso es lo que eran.


Yo tenía talento, tengo talento. A veces me miro las manos y me doy cuenta de que podría haber sido un gran pianista o algo así. Pero ¿qué han hecho mis manos? Rascarme las pelotas, firmar cheques, atar zapatos, tirar de la cadena de los retretes, etc., etc. He desaprovechado mis manos. Y mi mente.


Estaba sentado bajo la lluvia.
Sonó el teléfono. Lo sequé con una multa por impago a Hacienda y descolgué.


–Soy Nick Belane –dije. ¿O era Harry Martel? –Yo soy John Barton –me respondió una voz. –Sí, sé que ha estado recomendándome, gracias. –Le he estado observando. Tiene usted talento. Está un poco verde pero eso es parte del encanto.


–Me alegra saberlo. El negocio iba mal. –Le he estado observando. Lo logrará, sólo tiene usted que ser persistente.


–Sí. Y dígame, ¿en qué puedo ayudarle, señor Barton? –Estoy intentando localizar al Gorrión Rojo. –¿El Gorrión Rojo? ¿Qué demonios es eso?



–Estoy seguro de que existe y lo único que quiero es encontrarlo. Quiero que usted me lo localice.


–¿Alguna pista para empezar? –No, pero estoy seguro de que el Gorrión Rojo anda por ahí en algún sitio.


–Ese Gorrión no tendrá un nombre, ¿verdad? –¿A qué se refiere? –Me refiero a un nombre. Como Henry o Abner o Céline. –No, simplemente Gorrión Rojo. Estoy seguro de que puede encontrarle. Tengo confianza en usted.


–Pero eso cuesta dinero, señor Barton. –Si encuentra al Gorrión Rojo le daré 100 dólares mensuales de por vida.


–Hmmm... Y ¿qué le parecería dármelo todo de una vez? –No, Nick, se lo fundiría en el hipódromo. –Muy bien, señor Barton, déjeme su teléfono y me pondré a trabajar en ello.


Barton me dio su teléfono y después dijo: –Tengo total confianza en usted, Belane. Luego colgó.
Bueno, el negocio estaba remontando. Pero el techo goteaba más que nunca. Me sacudí algunas gotas de lluvia, le di un sorbo al sake, lié un cigarrillo, lo encendí, di una calada, me atragantó una tos seca, me coloqué mi sombrero marrón, puse en marcha el contestador automático, fui despacio hacia la puerta, la abrí y allí estaba McKelvey. Tenía un tórax inmenso y parecía que llevase hombreras.


–Tu contrato de alquiler ha vencido, imbécil –escupió–. Quiero que saques tu culo de aquí.


Entonces me fijé en su barriga. Era como un suave montón de mierda seca. Le hundí el puño bien adentro. Su rostro se dobló sobre la rodilla que yo estaba levantando. Cayó y luego rodó hacia un lado. Una visión repugnante. Pasé por encima. Le saqué la cartera. Fotos de niños en posturas pornográficas.


Pensé en matarle, pero me limité a coger su tarjeta Visa Oro, le di una patada en el culo y cogí el ascensor para bajar.


Decidí ir caminando a la librería de Red. Cuando iba en coche siempre me ponían una multa de estacionamiento y tenía tantas que no podía hacerles frente.


Caminando hacia la librería de Red me sentía un poco deprimido. El hombre ha nacido para morir. ¿Qué quiere decir eso? Perder el tiempo y esperar. Esperar el tranvía. Esperar un par de buenas tetas alguna noche de agosto en un cuarto de hotel en Las Vegas. Esperar que canten los ratones. Esperar que a las serpientes les crezcan alas. Perder el tiempo.


Red estaba en la librería. ––Qué suerte tienes! –me dijo–. Se acaba de ir ese borracho de Chinaski. Ha estado fanfarroneando con la báscula nueva que tiene en correos, una Pelouze.


–No le hagas caso –le contesté–. ¿Tienes algún ejemplar firmado del Mientras agonizo de Faulkner?


–Por supuesto. –¿Cuánto cuesta? –2800 dólares. –Lo tengo que pensar... –Perdona –dijo Red, y se volvió hacia un tipo que estaba hojeando una primera edición de No puedes volver a tu hogar.


––Haga el favor de dejar ese libro en su funda y lárguese de una puñetera vez!


Era un tipo pequeño, de aspecto delicado, todo encorvado, que llevaba algo que parecía un impermeable amarillo.


Volvió a colocar el libro en su funda y pasó por donde estábamos nosotros dirigiéndose a la salida con una nube de humedad en los ojos. Había dejado de llover. Su impermeable amarillo ya no servía para nada.


–¿Puedes creer que hay gente que entra aquí tomándose un helado de cucurucho?


–Y hasta cosas peores.
Después me di cuenta de que había alguien más en la librería. Estaba de pie cerca del fondo. Pensé que le conocía de foto. Céline. ¿Céline?


Me acerqué a él despacio. Me puse realmente cerca. Tan cerca que podía ver lo que estaba leyendo. Thomas Mann. La montaña mágica.


Me vio. –Este tipo tiene un problema –me dijo señalando el libro. –¿Cuál? –le pregunté. –Considera que el aburrimiento es un arte. Devolvió el libro a su estante y se quedó allí sin hacer nada, con aire de Céline.


Le miré. –Esto es increíble –dije. –¿El qué? –me preguntó. –Yo pensaba que usted estaba muerto –dije yo. Me miró. –Yo pensaba que usted también estaba muerto –dijo él. Entonces nos quedamos allí simplemente mirándonos el uno al otro. Después oí a Red.
–EH, TÐ –dijo a gritos–. –SAL DE UNA PUÑETERA VEZ DE AH¸! Éramos las dos únicas personas que había allí dentro. –¿Quién es el que tiene que salir de una puñetera vez? –pregunté.


–EL QUE SE PARECE A CÉLINE. –QUE SALGA DE UNA PUÑETERA VEZ DE AH¸!


–Pero ¿por qué? –pregunté. ––HUELO CU?NDO NO VAN A COMPRAR! Céline o quienquiera que fuese empezó a caminar hacia la salida. Yo le seguí.


Subió andando hacia el Boulevard y luego se paró en el quiosco de periódicos.


Aquel quiosco de periódicos estaba allí desde que tengo memoria. Recordé haber estado allí hacía dos o tres décadas con 3 prostitutas. Me las llevé a todas a mi casa y una de ellas masturbó a mi perro. Les parecía gracioso. Estaban borrachas y colocadas. Una de las prostitutas fue al cuarto de baño, se cayó, se dio con la cabeza contra el borde del retrete y lo llenó todo de sangre. Estuve limpiando aquello con unas toallas grandes humedecidas. La acosté y me fui a sentar con las otras, que luego se marcharon. La que estaba en la cama se quedó 4 días y 4 noches bebiéndose toda mi cerveza y hablando de sus dos hijos que estaban en Kansas City Este.


El tipo aquel –¿sería Céline?– estaba en el quiosco de periódicos leyendo una revista. Al acercarme vi que era The New Yorker. La volvió a colocar en el estante y me miró.


–Esta revista sólo tiene un problema –dijo. –¿Cuál es? –Simplemente que no saben escribir. Ninguno de ellos sabe. Justo entonces pasó un taxi desocupado.


––EH, TAXI! –gritó Céline.
El taxi aminoró y él dio un salto hacia adelante, la puerta trasera se abrió y en un tris estuvo dentro.


––EH! –le grité–. –QUIERO PREGUNTARLE ALGO! El taxi se dirigió rápidamente hacia Hollywood Boulevard. Céline se asomó, alargó el brazo y me hizo un corte de mangas. Después desapareció.


Era el primer taxi que yo veía por allí desde hacía décadas. Quiero decir un taxi libre, dando vueltas.


Bueno, la lluvia había parado pero seguía sin mejorar. Y, además, el aire era helador y todo olía como a pedos mojados.


Encogí los hombros y me dirigí hacia Musso's. Tenía la tarjeta Visa Oro. Estaba vivo. Tal vez. Incluso empecé a sentirme como Nicky Belane. Tarareé un trocito de una de Eric Coates.


La que dice El infierno es lo que has hecho.




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FRAGMENTO DE LA SENDA DEL PERDEDOR (TEXTO COMPLETO AQUI)




Una noche mi padre me llevó con él a hacer el reparto de leche. Ya habían quitado los carros de caballos. Ahora eran coches con motor. Después de cargar en la central lechera, enfilamos la ruta. Me gustaba estar ya en la calle tan temprano. La luna estaba alta y se podían ver las estrellas. Hacía frío, pero era excitante. Me preguntaba por qué mi padre me había pedido que le acompañase si ahora acostumbraba a pegarme con la badana una o dos veces por semana y no parecía que fuera a cesar la cosa.


En cada parada él bajaba de un salto y dejaba una o dos botellas de leche. A veces era también queso, o nata, o mantequilla, y de vez en cuando una botella de naranja. La mayoría de la gente dejaba notas en las botellas vacías diciendo lo que querían.


Mi padre hacía la ruta, parando y volviéndose a poner en marcha haciendo los repartos.


—Bueno, muchacho, ¿en qué dirección estamos yendo ahora?


—Hacia el Norte.


—Tienes razón. Estamos yendo hacia el Norte.


Subimos y bajamos calles, parando y siguiendo la ruta.


—Muy bien. ¿Ahora qué dirección llevamos?


—Hacia el Oeste.


—No, vamos hacia el Sur.


Seguimos conduciendo en silencio un rato más.


—Supón que ahora te empujo fuera de la camioneta y te dejo ahí. ¿Qué harías?


—No sé.


—Quiero decir, ¿qué harías para sobrevivir?


—Bueno, supongo que volvería hacia atrás y me bebería la leche y el zumo de naranja que has ido dejando en los portales.


—¿Eso es lo que harías?


—Buscaría a un policía y le diría lo que me habías hecho.


—¿Lo harías, eh? ¿Y qué le dirías?


—Le diría que me habías dicho que el Oeste era el Sur porque querías que me perdiera.


Empezaba a amanecer. Al poco acabamos el reparto y paramos en un café a desayunar. La camarera se acercó.


—Hola, Henry —le dijo a mi padre.


—Hola, Betty —contestó él.


—¿Quién es este chaval?


—Es el pequeño Henry.


—Es igualito que tú.


—Sin embargo, no tiene mi cerebro.


—Espero que no.


Pedimos el desayuno. Tomamos huevos con bacon. Mientras comíamos, mi padre me dijo:


—Ahora viene lo duro.


—¿El qué?


—Tengo que cobrar el dinero que me debe la gente. Hay algunos que no quieren pagar.


—Pero tienen que pagar.


—Eso es lo que les digo.


Acabamos de comer y nos pusimos de nuevo en marcha. Mi padre se bajaba y llamaba a las puertas. Le podía oír quejándose en voz alta:


—¿cómo coño se cree que voy a comer yo? ¡ustedes se han tragado la leche, ahora tienen que cagar el dinero!


Cada vez usaba una frase diferente. A veces volvía con el dinero, otras veces no.


Entonces le vi entrar en un complejo de bungalows. Se abrió una puerta y apareció una mujer vestida con un kimono de seda medio abierto. Estaba fumando un cigarrillo.


—Oye, nena, tengo que conseguir el dinero. ¡Me debes más que nadie!


Ella se rió.


—Mira, nena, dame la mitad, una señal, algo que enseñar.


Ella expulsó un anillo de humo, extendió la mano y lo rompió con un dedo.


—Oye, tienes que pagarme —insistió mi padre—, esta es una situación desesperada.


—Entra y hablaremos de ello —dijo la mujer.


Mi padre entró y se cerró la puerta. Estuvo allí un buen rato. El sol ya estaba muy alto. Cuando salió, le caía el pelo por la cara y se estaba metiendo los faldones de la camisa dentro de los pantalones. Subió a la camioneta.


—¿Te dio esa mujer el dinero? —pregunté yo.


—Esta ha sido la última parada —dijo mi padre—, ya no puedo más. Vamos a dejar el camión y volveremos a casa...


Yo iba a volver a ver otra vez a aquella mujer. Un día volví del colegio y ella estaba sentada en una silla en el recibidor de casa. Mis padres también estaban allí sentados, y mi madre estaba llorando. Cuando mi madre me vio, se levantó y vino corriendo hacia mí, me abrazó. Me llevó al dormitorio y me sentó en la cama.


—Henry, ¿quieres a tu madre?


Yo la verdad es que no la quería, pero la vi tan triste que le dije que sí.


Ella me volvió a sacar al recibidor.


—Tu padre dice que quiere a esta mujer —me dijo.


—¡Os quiero a las dos! ¡Y llévate a este niño de aquí!


Sentí que mi padre estaba haciendo muy desgraciada a mi madre.


—Te mataré —le dije a mi padre.


—¡Saca a este niño de aquí!


—¿Cómo puedes amar a esa mujer? —le dije a mi padre—. Mira su nariz. ¡Tiene una nariz como la de un elefante!


—¡Cristo! —dijo la mujer—. ¡No tengo por qué aguantar esto! —Miró a mi padre—. ¡Elige, Henry! ¡O una, u otra! ¡Ahora!


—¡Pero no puedo! ¡Os quiero a las dos!


—¡Te mataré! —volví a decirle a mi padre.


Él vino y me dio una bofetada en la oreja, tirándome al suelo. La mujer se levantó y salió corriendo de la casa. Mi padre salió detrás suyo. La mujer subió de un salto en el coche de mi padre, lo puso en marcha y se fue calle abajo. Ocurrió todo muy deprisa. Mi padre bajó corriendo por la calle detrás del coche:


—¡edna! ¡edna, vuelve!


Mi padre llegó a alcanzar el coche, metió el brazo por la ventanilla y agarró el bolso de Edna. Entonces el coche aceleró y mi padre se quedó con el bolso.


—Sabía que estaba ocurriendo algo —me dijo mi madre—, así que me escondí en la camioneta y los pillé juntos. Tu padre me trajo aquí de vuelta con esa mujer horrible. Ahora ella se ha llevado su coche.


Mi padre regresó con el bolso de Edna.


—¡Todo el mundo dentro de casa!


Entramos dentro, mi padre me encerró en mi cuarto y los dos se pusieron a discutir. Era a voz en grito y muy desagradable. Entonces mi padre empezó a pegar a mi madre. Ella gritaba y él no dejaba de pegarla. Yo salí por la ventana e intenté entrar por la puerta principal. Estaba cerrada. Lo intenté por la puerta trasera, por las ventanas. Todo estaba cerrado. Me quedé en el patio de atrás y escuché los gritos y los golpes.


Entonces hubo silencio y todo lo que pude oír fue a mi madre sollozando. Lloró durante un buen rato. Gradualmente fue a menos hasta que cesó.





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FRAGMENTO DE EL CAPITAN... (TEXTO COMPLETO AQUI)




22/10/91 16.46 h.



La vida peligrosa. He tenido que levantarme a las 8 de la mañana para darles de comer a los gatos, porque el técnico de Westec Security había quedado en venir a las 8.30 para empezar a instalarme un sistema de seguridad más sofisticado. (¿Era yo el que solía dormir encima de cubos de basura?)


El técnico de Westec Security llegó exactamente a las 8.30. Buena señal. Le llevé por la casa indicándole ventanas, puerta, etc. Bien, bien. Les iba a conectar cables, iba a instalar detectores de roturas de cristal, emisoras de ondas bajas y de ondas cruzadas, aspersores de extinción de incendios, etc. Linda bajó a hacerle algunas preguntas. Se le da mejor que a mí.


Yo sólo pensaba una cosa: “¿Cuánto tiempo va a llevar esto?”


—Tres días —dijo el técnico.


—Dios —dije. (Dos de esos días estaría cerrado el hipódromo.)


Así que cogimos un par de cosas y dejamos al técnico allí, diciéndole que volveríamos pronto. Teníamos un vale de regalo de 100 dólares para los almacenes I. Magnin, que alguien nos había regalado por nuestro aniversario de boda. Y yo tenía que ingresar un talón de derechos de autor. Así que nos marchamos al banco. Firmé el talón por detrás.


—Me gusta mucho su firma —dijo la chica.


Otra chica se acercó y miró la firma.


—Su firma cambia constantemente —dijo Linda.


—Me paso la vida firmando libros —dije.


—Es escritor —dijo Linda.


—¿Ah, sí? ¿Qué escribe? —preguntó una de las chicas.


—Díselo —le dije a Linda.


—Escribe poemas, cuentos y novelas —dijo Linda.


—Y un guión —dije. El borracho.


—¡Ah! —dijo una de las chicas, sonriendo—. Ésa la vi.


—¿Te gustó?


—Sí —dijo con una sonrisa.


—Gracias —dije.


Luego dimos media vuelta y nos marchamos.


—Cuando hemos entrado, he oído a una de las chicas decir: “Sé quién es ese señor” —dijo Linda.


¿Veis? Éramos famosos. Nos metimos en el coche y fuimos a comer algo al centro comercial, cerca de los almacenes I. Magnin.


Nos sentamos a una mesa y nos comimos unos sándwiches de pavo, con zumo de manzana para beber, y luego tomamos unos capuccinos. Desde la mesa podíamos ver buena parte del centro comercial. El lugar estaba prácticamente vacío. Los negocios iban mal. Bueno, nosotros teníamos un vale de cien dólares para fundir. Ayudaríamos a la economía.


Yo era el único hombre que había allí. El resto eran mujeres, sentadas a las mesas, solas o en parejas. Los hombres estaban en otra parte. No me importaba. Me sentía seguro con las señoras. Estaba descansando. Mis heridas se estaban cicatrizando. Me iría bien un poco de sombra. No podía pasarme la vida tirándome por precipicios. Quizá después de un descanso pudiera lanzarme al abismo otra vez. Quizá.


Terminamos de comer y fuimos hasta los almacenes I. Magnin.


Necesitaba camisas. Estuve mirando camisas. No encontré ni una maldita camisa que me gustara. Parecían diseñadas por retrasados mentales. Pasé. Linda necesitaba un bolso. Encontró uno, con un descuento del 50%. Costaba 395 dólares. No tenía pinta de valer 395 dólares. Más bien 49 dólares con 50. Linda también pasó. Había 2 sillas con cabezas de elefante en el respaldo. Guapas. Pero costaban miles de dólares. Había un pájaro de cristal, guapo, a 75 dólares, pero Linda dijo que no teníamos dónde ponerlo. Lo mismo ocurría con el pez de rayas azules. Yo me estaba cansando. Mirar cosas me cansaba. Los grandes almacenes me desgastaban y machacaban. No había nada en ellos. Toneladas y toneladas de basura. No me la llevaría ni regalada. ¿No venden nunca nada atractivo?


Decidimos dejarlo para otro día. Fuimos a una librería. Yo necesitaba un libro sobre mi ordenador. Necesitaba saber más. Encontré un libro. Fui a la caja. El dependiente registró la cantidad. Pagué con tarjeta. “Gracias”, me dijo. “¿Sería tan amable de firmarme esto?” Me entregó mi último libro. Ya veis, era famoso. Reconocido dos veces en el mismo día. Dos veces era suficiente. Tres veces o más y ya tienes problemas. Los dioses me estaban poniendo las cosas en su justo punto. Le pregunté cómo se llamaba, escribí allí su nombre, le garabateé una dedicatoria, se la firmé y le hice un dibujo.


Al volver a casa nos paramos en una tienda de informática. Necesitaba papel para la impresora láser. No tenían. Le agité el puño al dependiente. Aquello me recordó los viejos tiempos. El dependiente me recomendó un sito. Lo encontramos a la vuelta. Allí encontramos de todo, a precios de saldo. Compré papel de impresora como para durarme dos años, y sobres, bolígrafos y clips. Ahora lo único que tenía que hacer era escribir.


Llegamos a casa. El técnico de la empresa de seguridad se había marchado. El albañil había venido y se había ido. Había dejado una nota: “Volveré a las 4.” Sabíamos que el albañil no volvería a las 4. Estaba loco. Infancia problemática. Muy trastornado. Pero buen baldosista.


Guardé las compras arriba. Ya estaba listo. Era famoso. Era escritor.


Me senté y puse en marcha el ordenador. Abrí el programa de JUEGOS ESTÚPIDOS. Y empecé a jugar al Tao. Cada vez se me daba mejor. Raras veces me ganaba el ordenador. Era más fácil que ganarles la partida a los caballos, pero de algún modo no tan satisfactorio. Bueno, estaría otra vez allí el miércoles. Apostar a los caballos me apretaba las clavijas. Era parte del esquema. Funcionaba. Y tenía 5.000 hojas de papel de impresora que llenar.




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FRAGMENTO DE CARTERO (TEXTO COMPLETO AQUI)



Una mañana temprano estaba clasificando en la caja junto a G.G. Así era como le llamaban: G.G. Su nombre real era George Greene. Pero durante años se le había llamado simplemente G.G. Había empezado de cartero a los veintipocos años y ahora andaba ya por los sesenta. Había perdido la voz. No hablaba. Graznaba. Y cuando graznaba, no decía gran cosa. No era apreciado ni despreciado. Simplemente estaba allí. Su cara se había arrugado en extraños surcos y pliegues de carne poco atractivos. En ella no brillaba ninguna luz. No era más que un viejo tipejo que hacía su trabajo: G.G. Sus ojos parecían dos estúpidos pegotes de barro asomándose por las bolsas imprecisas de sus párpados. Era mejor no pensar en él, ni mirarle.


Pero G.G., debido a su veteranía, tenía una de las mejores rutas, por el distrito más lujoso. Las casas eran antiguas, pero enormes, la mayoría de dos pisos: Con amplios jardines de césped, cortado y regado por jardineros japoneses. Allí vivían varias estrellas de cine, un dibujante famoso, un escritor de éxito, dos ex gobernadores. En aquella zona nadie te hablaba nunca. Jamás veías a nadie. Sólo podías ver a alguien al principio de la ruta, donde las casas eran de menos lujo y los niños te molestaban. G.G. era soltero. Y tenía un silbato. Al comienzo de la ruta, se plantaba en la carretera, sacaba su silbato, que era bastante grande, y soplaba, silbando en todas las direcciones. Era para que los niños supiesen que estaba allí. Llevaba dulces para ellos. Y los niños venían corriendo y él repartía los dulces mientras bajaba por la calle. El bueno de G.G.


Me enteré de esto de los dulces la primera vez que hice la ruta. A La Roca no le gustaba asignarme una tan fácil, pero a veces no tenía más remedio. Así que iba caminando por allí y entonces salió un niño y me dijo:


-¿Eh, dónde está mi caramelo?


Y yo dije:


-¿Qué caramelo, niño?


Y el niño dijo:


-¡Mi caramelo! !Quiero mi caramelo!


-Mira, niño -dije-, debes estar loco. ¿Te deja tu madre andar por ahí solo?


El niño se quedó mirándome de forma extraña.


Pero un día G.G. se metió en problemas. El bueno de G.G. Conoció a aquella niñita nueva del vecindario y le dio algo de dulce, diciendo:


-¡Vaya, eres una niña muy guapa! ¡Me gustarla tenerte para mí solo, nena bonita!


La madre lo había estado escuchando por la ventana y salió chillando, acusando a G.G. de corrupción de menores. No sabía nada de G.G., así que cuando le vio dar el dulce a la niña y hacer aquel comentario, le pareció un escándalo.


El bueno de G.G. Acusado de corrupción de menores.



Entré y oí a La Roca hablando por teléfono, tratando de explicarle a la madre que G.G. era un hombre decente. G.G. estaba sentado frente a . su caja, como en trance, hundido.


Cuando La Roca acabó y colgó, le dije:


-No debería disculparse con esa mujer. Tiene una mente sucia v retorcida. La mitad de las madres americanas, con sus- grandes y preciosos coños y sus preciosas hijitas, la mitad de las madres americanas tienen mentes sucias y retorcidas. Dígale que se meta la lengua por el culo. A G.G. no se le puede poner la picha dura, usted lo sabe.


La Roca meneó la cabeza:


-No, ¡el público es dinamita! ¡Auténtica dinamita!


Eso es todo lo que pudo decir. Ya había visto antes a La Roca postrándose y suplicando y dando explicaciones a cada majadero que llamaba acerca de cualquier tontería...


Estaba clasificando junto a G.G. en la ruta 501, que no era demasiado mala. Tenía que pechar con una bue. na cantidad de correo, pero era posible, y eso daba una esperanza.


Aunque G.G. conocía su caja de arriba a abajo, sus manos se iban haciendo cada vez más lentas. Simplemente había manejado demasiadas cartas en su vida, y su cuerpo, con sus sentidos adormecidos, se estaba finalmente rebelando. Varias veces durante la mañana le vi vacilar. Se paraba y se tambaleaba, entraba como en un trance, luego se recuperaba y ordenaba algunas cartas más. A mí no es que me cayese particularmente bien. Su vida no había sido muy valiente y se había ido convirtiendo en algo así como una masa de mierda. Pero cada vez que vacilaba, algo me estremecía. Era como un fiel y pundonoroso caballo que no pudiese seguir por más tiempo. O un viejo automóvil que se rindiese finalmente, una mañana.


El correo era pesado y, mientras observaba a G.G., sentí temblores de muerte. ¡Por primera vez en más de 40 años podía retrasarse en el reparto matinal! Para un hombre tan orgulloso de su empleo y su trabajo como G.G., aquello podía resultar una tragedia. Yo me había retrasado muchas veces en el reparto matinal, perdiendo la furgoneta, y había tenido que llevar las sacas de correo en mi coche, pero mi actitud era bastante diferente.


Vaciló de nuevo.


Por Dios, pensé, ¿es que nadie más que yo se da cuenta?


Miré a mi alrededor, nadie hacía caso. Todos, en alguna u otra ocasión, habían manifestado su afecto por él. «G.G. es un buen tipo». Pero el «viejo buenazo» se estaba hundiendo y a nadie le importaba. Finalmente, tuve menos correo frente a mí que G.G.


Quizás le pueda ayudar ordenando sus revistas, pensé. Pero vino un empleado y echó más correo delante mío, volviéndome a quedar a la altura de G.G. Iba a ser duro para los dos. Vacilé por un momento, luego apreté los dientes, estiré las piernas, encogí el estómago como alguien al que acabaran de darle un puñetazo y agarré un puñado de cartas.


Dos minutos antes de la hora de reparto, tanto G.G. como yo teníamos nuestro correo ordenado, nuestras revistas clasificadas y en la saca, así como el correo aéreo. Los dos íbamos a conseguirlo. Me había preocupado inútilmente. Entonces se acercó La Roca. Traía dos fajos de circulares. Le dio uno a G.G. y el otro a mí.


-Tienen que repartir esto -dijo, luego se fue.


La Roca sabía que no tendríamos tiempo de ordenar esas circulares antes de la hora del reparto. Fatigadamente corté los cordones que ataban las circulares y empecé a clasificarlas en la caja. G.G. permaneció allí sin moverse, mirando su fajo de cartas.


Entonces dejó caer la cabeza, dejó caer la cabeza sobre sus brazos y empezó a llorar sordamente.


Yo no podía creerlo.


Miré a mi alrededor.


Los otros carteros no prestaban atención a G.G. Estaban con sus cartas, atándolas, hablando entre sí y riéndose.


-¡Eh! -dije un par de veces-. ¡Eh!


Pero no miraban a G.G.


Me acerqué a G.G., le puse la mano en el hombro:


-G.G. -dije-. ¿Puedo hacer algo por ti?


Se levantó de un salto y salió corriendo hacia la escalera de los vestuarios. Le vi subir. Nadie pareció darse cuenta. Ordené unas cuantas cartas más, luego me dirigí también hacia las escaleras.


Allí estaba, con la cabeza hundida en los brazos sobre una de las mesas. Sólo que ya no lloraba sordamente. Ahora estaba gimiendo y sollozando. Todo su cuerpo se estremecía con espasmos. No podía parar.


Volví a bajar las escaleras, pasé a los carteros y llegué hasta el escritorio de La Roca.


-¡Eh, eh, Rocal ¡Por Dios, Roca!


-¿Qué pasa? -preguntó él.


-¡A G.G. le ha dado un ataque! ¡A nadie le importal ¡Está allá arriba llorando! ¡Necesita ayuda!


-¿Quién está ordenando su ruta?


-¿A quién le importa eso? ¡Le digo que está enfermo! ¡Necesita ayuda!


-¡Voy a buscar a alguien que se encargue de su ruta!


La Roca se levantó de su escritorio, dio unas vueltas mirando a sus carteros como si debiera haber algún cartero extra en algún sitio. Entonces volvió a su escritorio.


-Mire, alguien tiene que llevar a ese hombre a casa. Dígame dónde vive y yo mismo lo llevaré en mi coche, luego repartiré el correo.


La Roca levantó la mirada.


-¿Quién está ordenando su caja?


-¡Oh, al carajo mi caja!


-¡VAYA A ORDENAR SU CAJA!


Entonces se puso a hablar con otro supervisor por teléfono:


-¿Hola, Eddie? Escucha, necesito que me envíes un hombre. . .


No habría dulces para los niños aquel día. Volví a mi sitio. Todos los otros carteros se habían ido. Empecé a ordenar las circulares. Sobre la caja de G.G. estaba su paquete de circulares sin desatar. Estaba otra vez retrasado. Había perdido la furgoneta. Cuando volví aquella tarde, La Roca me hizo un expediente de amonestación.


Nunca volví a ver a G.G. Nadie supo lo que le pasó. Tampoco nadie volvió a mencionarle. El «viejo buenazo». El hombre con dedicación. Degollado por un puñado de circulares de un supermercado local, con su oferta: un paquete de un famoso detergente de regio al presentar el cupón con cada compra superior a 3 dólares.










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